vuelta de hoja

Réquiem por una Olimpia

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Ha cerrado por defunción la última fábrica de máquinas de escribir del mundo. La empresa, que tenía un nombre muy largo, Godrej & Boyce Manufacturing Company, ha tenido una vida demasiado corta, comparada con la de sus usuarios. Ahora son unos dinosaurios alfabéticos que emiten un discreto sonido metálico a cada pulsación. A mí me han acompañado mucho y no estoy dispuesto a dejarles descansar en paz. Quiero morir con las botas puestas, aunque jamás he usado botas salvo en la mili, y tecleando en mi contemporánea máquina de escribir, aunque nunca haya tocado el piano. Algunos amigos que tienen el secreto de la filantropía me obsequian con esos artilugios, que vienen a ser como el pájaro cuqui de las coplas, que canta de madrugada. Gerardo Arquero me ha provisto de una de las penúltimas. Gracias a Dios sin usar, como decía aquel inquilino mostrando el bidé de su reciente casa. El problema son las cintas, ese horizonte enrollado de ida y vuelta.

Cuando se encuentran hay que ingresarlas en la nevera, junto al Martini y la ginebra, para que no abdiquen de su imprescindible luto. Una cinta que no pinte ni en rojo ni en negro ya no pinta nada en el mundo.

Hubo un tiempo en que se vendían miles y miles de unidades de máquinas al año, pero era el año catapún. Ahora hay que buscarlas en los anticuarios. Como todos los adelantos, caducan con el tiempo, que precipita sus calendarios. Las computadoras han expulsado del mercado a estos amigos de casi toda la vida. Nunca tuve una Underwood sagrada, ni fui a una academia de mecanografía.

Durante casi sesenta años he escrito diariamente con parte de mis dedos, sin despreciar a los demás, ya que siempre han andado juntos. Tuve una Hermes. Daniel Sueiro me prestó una Olivetti, en épocas de pobreza y esperanza. Ahora le tengo que dar dos veces a mi provecta Olimpia. La de y la ele se me resisten. Tengan en cuenta eso para disculpar, como decían los cómicos antiguos, mis muchas faltas.