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Fortaleza de la Inmaculada en su estado actual.
Sociedad

Una heroína anónima

Un cobarde es un héroe que tuvo tiempo de salir corriendo y un héroe es un cobarde que no tuvo esa posibilidad. Es una reflexión muy cáustica, pero puede que encierre algo de verdad

JOSÉ MARÍA DEIRA COMISARIO Y ESCRITOR
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En el Archivo General de Centroamérica, Al. 29.2., Legajo 201, Expediente 1651, se hace referencia a la heroica gesta protagonizada por Rafaela Herrera Udiarte el día 29 de julio de 1762, a consecuencia de la cual y casi veinte años después, recibió una merecida compensación por parte del rey de España, consistente en una pensión vitalicia de 600 pesos y unas tierras para su explotación.

Este dato, encontrado por casualidad, me produjo la natural intriga así que, de inmediato, pensé que tras aquella mención, habría seguramente una buena historia.

No fue fácil encontrar documentación; dispersa y escasa, repetía la misma historia sin aportar nada novedoso. Con paciencia y entresacando de unas y otras, se puede construir la siguiente historia.

El enfrentamiento entre España e Inglaterra por la supremacía en el Continente Americano es crónico. Aunque pasan algunos años de paz entre ambos Estados, los piratas británicos, auspiciados por el gobierno de Londres, siguen hostigando nuestras costas, saqueando los puertos y apresando nuestros galeones. Por otro lado, no han cesado de instigar a los pueblos nativos a la rebelión contra los españoles.

La situación de mayor tensión se vive en 1741, cuando la flota del almirante Vernon pretende tomar Cartagena de Indias. Ese episodio es conocido como La Guerra de la Oreja de Jenkins o Guerra del Asiento.

Entre los oficiales españoles que defienden Cartagena, se encuentra José Herrera Sotomayor, experto en defensa de fortalezas. Herrera es un militar sobrio del que apenas existe documentación y del que se sabe que, amancebado con una nativa, tuvo una hija en agosto de 1742 a la que puso de nombre Rafaela.

Siendo teniente coronel, es destinado como jefe del Fuerte de la Inmaculada Concepción, a orillas del río San Juan, en la costa de Nicaragua, a donde se traslada en compañía de su hija, Rafaela.

Esa costa, llamada también De los Mosquitos, o Misquitos, nombre del pueblo nativo que puebla la zona, es uno de los territorios más inhóspitos de todo el litoral centroamericano, habitada por un pueblo rebelde y batallador, con los que se mezclaron los doscientos esclavos supervivientes de un barco negrero británico que naufragó frente a sus costas a mediados del siglo anterior.

Los 'zambos-misquitos', descendientes de aquellos esclavos -por eso lo de zambo: mezcla de negro y nativo-, no paran de saquear las granjas españolas, robar y quemar las cosechas, matar el ganado e incluso a los propios colonos. En junio de 1762, un grupo de ellos atacó unas plantaciones próximas al fuerte.

La acción no era una más de las que aquellos nativos insurgentes acostumbraban, en este caso había algo más detrás.

Desde hacía muchos años, Inglaterra deseaba encontrar un lugar en el istmo centroamericano para cruzar de uno a otro océano y después de muchas exploraciones por toda la zona, sabían que el curso del río San Juan, era el punto ideal.

Para proteger el río de las incursiones inglesas, se construyó, aprovechando una cota elevada y muy estratégica, la fortaleza llamada de la Inmaculada Concepción.

A aquella fortaleza fue destinado José Herrera y en ella enseñó a su hija, todas las técnicas de la defensa militar, así como a disparar cañones y otras artes varoniles, pero sobre todo, le enseña el amor a la patria y las leyes del honor y los valores morales. Rafaela, de diecinueve años, aprende con afán de su padre.

El gobernador de Jamaica William Littleton, recibe de Londres instrucciones para invadir de Nicaragua siguiendo el curso del río San Juan y con más de cincuenta embarcaciones y tres mil hombres, prepara la fuerza atacante, a la que se opondrán los escasos recursos militares españoles.

La última incursión de los zambos-misquitos obedece a una táctica inglesa para dividir al enemigo que se lanza tras la partida de forajidos, debilitando aún más la guarnición del fuerte.

La primera vela se divisa el mismo día en el que el comandante de la fortaleza, cae gravemente enfermo. Sabiendo que va a morir, hace jurar a su hija que defenderá la fortaleza con todo el afán que él le ha inculcado y Rafaela promete cumplir fielmente su palabra, aun a costa de su vida.

El día 17 de julio fallece el comandante Herrera y el alférez Juan Aguilar y Santa Cruz, asume el mando.

Los espías nativos, infiltrados por los ingleses, avisan a la flota que el Castellano, nombre con el que se designa al responsable de la defensa de los castillos, había fallecido y creyendo el capitán de la expedición que aquella circunstancia debía ser de inmediato aprovechada, envió un emisario que, de manera insolente, pidió las llaves de la fortaleza, exigiendo la rendición a cambio de la promesa de respetar la vida de los defensores.

Mucho más segura de sí misma de lo que lo estaba el alférez Aguilar, se encaró Rafaela con el oficial inglés, con tal decisión, que la comitiva se retiró de inmediato sabiendo que no podrían tomar aquella posición si no era por la fuerza de las armas.

Doce días después empezaron las escaramuzas sin demasiado ímpetu por parte de los sitiadores que suponían que la guarnición no tardaría en rendirse. Y así era, porque la mayor parte de los soldados, reclutados entre los propios nativos, no tenían precisamente sentimientos de amor patrio y estaban deseosos de soltar las armas y salir huyendo.

Nuevamente Rafaela tomó la voz cantante y se enfrentó a los soldados exhortándolos a defender aquella plaza, única forma de defender a la propia Nicaragua. No fueron sus palabras lo suficientemente convincentes, pues los soldados no se determinaban a adoptar una postura de firmeza, así que la heroína subió al torreón San Fernando, la torre más alta de la fortaleza y cargó los cañones para disparar sobre el campamento enemigo. Al tercer disparo tuvo la fortuna de que el proyectil cayó sobre la tienda del capitán inglés, produciendo su muerte y la de muchos de sus oficiales, por lo que la tropa quedo descabezada.

Enfurecidos, los atacantes iniciaron un asalto a la fortaleza, pero ahora sus defensores habían tornado su ánimo y espoleados por la conducta de Rafaela, estaban dispuestos a defender con sus vidas aquel bastión.

Nuevamente los asaltantes ofrecen capitulaciones, pero Rafaela responde con una frase que se ha hecho célebre, aunque no es seguro que fuera pronunciada por ella: «Que los cobardes se rindan y los valientes se queden aquí, a morir conmigo».

Nadie se rinde y la batalla continúa, produciendo gran descalabro entre las filas inglesas. Al caer la noche, Rafaela tiene una brillante idea que de inmediato pone en práctica. Ordena construir unas pequeñas balsas de madera y empapar telas en alcohol. Aprovechando la oscuridad, dejan balsas con las telas en el río para que la corriente las lleve contra la flota enemiga. Cuando prenden fuego a las telas, el enemigo no sabe a qué se enfrenta y el pánico cunde entre la tropa inglesa, creyendo que se trata de la terrible ofensiva incendiaria conocida como el «fuego griego» que causaba pavor entre los marinos.

Los buques enemigos no consiguen maniobrar con celeridad y chocan unos con otros en su prisa por abandonar el río.

El asedio duró tres días y se saldó con bastantes muertos del lado inglés, mientras que del español apenas habían habido bajas.

La flota inglesa salió a la desesperada del río San Juan, sin un comandante que los guiara con certeza y en la desembocadura permanecieron más de un mes, hasta que desde Jamaica recibieron instrucciones de retirarse.

Recibida con honores

La noticia de la victoria sobre los ingleses produjo una gran alegría en Nicaragua y cuando la joven Rafaela llegó a Granada, la ciudad más importante de Centroamérica y sede de la Audiencia, fue recibida con honores militares.

Rafaela, sin familia, se quedó a vivir en Granada y años después contrajo matrimonio con un caballero llamado Pablo de Mora, con el que tuvo cinco hijos antes de quedar viuda muy joven y en la más absoluta miseria.

En 1780, los ingleses, esta vez con más éxito, asaltaron el castillo de la Inmaculada y se apoderaron de él. En la expedición inglesa iba un joven oficial cuyo nombre era Horacio Nelson.

Alguien haría un paralelismo entre ambas acciones bélicas destacando el heroísmo de aquella joven había impedido que los ingleses tomaran la fortaleza y haría constar la situación en la que esa persona se encontraba. El informe se envió al rey Carlos III que dictó una cédula fechada el once de noviembre de 1781, por la que le reconoce una pensión vitalicia de 600 pesos, con efectos retroactivos desde primeros de enero de aquel año.

Una página más escrita por una mujer con coraje, de las muchas que forjaron la Historia y fueron lamentablemente olvidadas.