Mujeriego, expresidente del club internacional de amigos del liguero, Joseph Blatter será elegido hoy 'capo' de la FIFA por cuarto mandato consecutivo entre sospechas de corrupción
Actualizado: GuardarA los 18 años, Joseph 'Sepp' Blatter (Visp, Suiza, 1936), hijo de un modesto operario, tuvo que tomar una decisión.
Hasta entonces, había vivido con sus padres en un pintoresco pueblecito de los Alpes, a las faldas del majestuoso monte Cervino. Su familia no tenía mucho dinero, pero tampoco pasaba apreturas angustiosas. Sepp era un muchacho aplicado y brillante, que estudiaba durante la semana y aprovechaba los sábados para jugar al fútbol en un equipo aficionado. Era un delantero centro pequeñito, rápido y mentirosillo, que solía tirarse en el área para engañar a los árbitros y que, además, tenía bastante puntería: anotaba más de veinte goles por temporada. Cuando cumplió la mayoría de edad, se matriculó en la Facultad de Económicas de Lausana e hizo las maletas para emigrar a la gran ciudad. Pero entonces apareció un equipo profesional de fútbol, el Lausanne Sport, y le ofreció un contrato. Su primer contrato. Sepp tenía que escoger: los libros o el balón. La gran decisión.
De seguir su primera corazonada, el chaval hubiera elegido la pelota de cuero, pero debía cumplir un trámite inexcusable. Según las leyes suizas, a esa edad aún tenía que pedir permiso a sus tutores legales para firmar el contrato, así que se lo llevó, emocionado y tembloroso, a sus padres. El señor Blatter, un obrero serio y poco amigo de aventuras estrafalarias, escuchó a su hijo, se leyó la oferta y la rompió: «No -le dijo-. Tú estudia. Jamás te ganarás la vida con el fútbol».
Cincuenta y cinco años después, Sepp Blatter ha conseguido ganarse la vida con el fútbol. Y de qué manera. Cobra más que el presidente de los Estados Unidos (por encima del millón de dólares al año) y dirige una empresa, la FIFA, que ingresó 2.800 millones de euros en el año 2010. A los 75 años, Blatter será reelegido hoy para su cuarto mandato al frente de la Federación Internacional. A su único rival, el catarí Bin Hammad, lo acaban de descalificar por un turbio asunto de sobornos. Es el lúgubre sino de los enemigos políticos de Sepp Blatter: todos acaban mal. El previsible nuevo éxito del dirigente suizo reverdece una cuestión apasionante, que lleva años intrigando a periodistas y aficionados: ¿cómo es posible que un chico nacido en un pueblecito perdido en los Alpes, hijo de un humilde obrero, sin dinero ni contactos, que jamás jugó profesionalmente al fútbol, haya llegado a manejar todos los hilos de la federación deportiva más grande, rica y poderosa del mundo? Quizá la respuesta se esconda en su biografía.
Ligueros, mujeres y gays
Blatter siempre fue un tipo extrovertido, afable y simpático. Licenciado en Económicas por la Universidad de Lausana, aficionado a los crucigramas y devoto de los trajes azules, caros y bien cortados, sus primeros trabajos no le auguraban un futuro profesional ligado al fútbol: fue relaciones públicas de su cantón natal, periodista deportivo y encargado de marketing de la firma relojera Longines. La prensa inglesa, que se la tiene jurada, disfruta recordando el sugerente cargo que asumió a principios de los años setenta: presidente de la Asociación Internacional de Amigos de los Ligueros, un insólito lobby creado para defender la lencería tradicional femenina frente a la invasión de los antieróticos pantis. Como en sus hagiografías no aparece reflejado este honor, no hay manera de confirmarlo, aunque parece cuadrar con su personalidad e incluso con su picante currículum amoroso. Sepp Blatter se ha casado y divorciado tres veces. Su último matrimonio se celebró en 2003, con Graziella Bianca, una mujer veinticinco años menor, entrenadora de delfines e íntima amiga de su hija Corinne, pero la aventura conyugal apenas le duró cinco meses. Aunque ha seguido echándose novias, ahora presume de observar un comportamiento casto, casi monacal: «Mi prometida tiene más de cien años. Se llama FIFA», suele decir.
Si bien el seductor Sepp no ejerce ya (al menos públicamente) como paladín de los ligueros, ha conservado una cierta obsesión por el vestuario femenino. En el año 2004, en una entrevista concedida al periódico suizo 'Sonntagsblick', Blatter levantó una polvareda al defender un cambio en los equipajes holgados de las mujeres futbolistas: «Quizá deberían ponerse unos pantaloncitos más cortos y ajustados, como en el voleibol...», propuso. Y concluyó: «Hay mujeres muy guapas jugando hoy en día, perdonen que se lo diga». No se lo perdonaron. Muchas futbolistas, como la noruega Lise Klaveness, le respondieron escandalizadas: «Nosotras preferimos ir cómodas. Si la gente solo quiere venir al campo para ver modelitos, que se vayan a un quiosco y se compren el 'Playboy'». El incendio alcanzó tales dimensiones que un portavoz de la FIFA debió comparecer públicamente para asegurar que las palabras de Blatter se habían «malinterpretado».
Lo cierto es que Blatter es un hombre al que se «malinterpreta» con frecuencia. Cuando se pone delante de un micrófono, conviene tener la grabadora preparada. Generalmente, echa balones fuera y se limita a recitar los tópicos de costumbre, pero a veces le da por meterse en charcos. Y entonces el mundo tiembla. Hace unos años, cuando se concedió a Catar el honor de organizar la Copa del Mundo en el año 2022 (una designación que ahora está en entredicho), los medios anglosajones clamaron contra la falta de libertades en el emirato y se centraron especialmente en la pena de muerte que allí sigue vigente para los homosexuales. Preguntado por la cuestión, Joseph Blatter puso cara seria, buscó algunas palabras tibias y soltó: «Pueden ir, por supuesto, pero les recomendaría abstenerse de practicar sexo durante esos días». Su respuesta volvió a levantar una indignación general, especialmente entre la comunidad arco iris, que no ahorró calificativos para definir la visión troglodita del mundo que rige en Catar y que parece tolerar Blatter. John Amoechi, una antigua estrella de la NBA que lucha por la visibilidad de los gays en el deporte, clamó contra «la infantil respuesta» del presidente de la FIFA: «No estamos hablando de que la gente tenga sexo y se le sancione -recordó-, sino de uno de los 79 países que ejecuta a los homosexuales». La FIFA volvió a recular y se excusó diciendo que Blatter estaba bromeando. Pero nadie resolvió qué iba a pasar con los aficionados gays que decidan viajar al emirato en 2022.
Del hockey al fútbol
Aunque ya había tenido alguna experiencia previa como gestor deportivo, al haber ejercido como secretario general de la federación suiza de hockey sobre hielo, Sepp Blatter abrió realmente las puertas de su futuro en 1975, cuando entró a trabajar como director de programas de desarrollo de la Federación Internacional de Fútbol, con sede en Zúrich (Suiza). El organismo balompédico, que entonces aún tenía unas dimensiones modestas, lo recibió con los brazos abiertos: ingresaba un tipo joven, despierto y ambicioso, que hablaba con fluidez cinco idiomas (alemán, francés, inglés, español e italiano), que se había convertido en un experto en marketing y que poseía un evidente don de gentes. Nada más meterse en la FIFA, Sepp Blatter desarrolló otras dos cualidades, menos apreciables a simple vista, pero tal vez más valiosas: una fidelidad perruna al entonces presidente, el brasileño Joao Havelange, y una habilidad endiablada para navegar sobre aguas turbulentas.
El siguiente peldaño lo escaló en 1981, cuando asumió la secretaría general de la FIFA y se convirtió, con todos los honores, en el escudero de Havelange. Los dos juntos pilotaron la conversión del organismo en una plataforma tentacular, que supo aprovechar la explosión de los derechos televisivos y que se convirtió en una máquina de generar dinero..., con muchos puntos tenebrosos. Eran, en cierto modo, la reedición burocrática de los arquetípicos personajes cervantinos: el quijotesco Joao Havelange se paseaba -tieso, elegante y serio- por su mundo de gigantes, de políticos y de multimillonarios mientras que su fiel Sepp, pequeñito y gordezuelo, se enfangaba en las alcantarillas, lidiaba con la prensa internacional y manejaba los hilos oscuros de la organización. «Cuando yo empecé aquí, solo se podía pagar el salario de once empleados y yo era el doce», enfatiza el dirigente suizo. El año pasado, con el formidable escaparate del Mundial de Sudáfrica, la FIFA se embolsó unos beneficios netos de 440 millones.
Blatter supo, además, refrenar sus propias ambiciones y tener paciencia. Esperó a que su mentor, el eterno Joao, decidiera jubilarse, en 1998, para heredar su trono. Pese a toparse en las urnas con un rival poderoso, el sueco Lennart Johansson, a la sazón máximo dirigente de la UEFA, Sepp Blatter lo aniquiló en aquellas elecciones, demostrando ser un conspicuo muñidor de alianzas, pactos y trueques. Desde entonces le han acompañado sospechas continuas de corrupción, sucesivos escándalos por el manejo de los derechos televisivos y por el comercio ilegal de entradas y acusaciones de venta de sedes mundialistas al por mayor.
Pero el suizo acorazado siempre ha salido indemne de todas las investigaciones; sus rivales, en cambio, han corrido peor suerte. El catarí Mohamed Bin Hamman, obligado a retirarse de la carrera electoral por la comisión ética de la FIFA, lo acaba de sufrir en carne propia. Resulta muy peligroso subestimar a Blatter, un hombre que siempre consigue todo lo que quiere. O casi todo: parece que los ligueros han perdido definitivamente la batalla contra los pantis.