MY WAY
Actualizado:Desde que nos dio por interpretar el laicismo como nos da la gana, nos vemos en la obligación de comportarnos en las iglesias católicas como si estuviésemos en mitad de la plaza Mina y de hacer evidente que lo que allí dentro ocurre nos trae tan al fresco que podemos hablar por el móvil, cambiar de pañales al niño e incluso comer pipas sabiéndonos en el derecho de que ningún cura ni ningún meapilas puede venir a soplarnos porque estamos en un país aconfesional donde nadie puede imponernos su fe. Así, como tenemos el derecho -y casi el deber social- de que la niña haga la comunión «porque ella es como todas y tiene que tener su día», nos presentamos en la iglesia media hora tarde, y si el cura se atreve -como se atrevió en San Antonio el pasado sábado- a cerrar la puerta mientras dura la ceremonia, emulamos a Pérez Reverte y nos acordamos de sus muertos más frescos a gritos, que es la mejor manera de hacerlo. Y como aquello de sentarse y levantarse al son que dice el cura tampoco va con nosotros nos quedamos todo el rato sentados en el banco como si fuera la plazoleta y chillamos a la del banco de enfrente ¡qué guapa vienes, chocho! mientras «ellos» fuman en la parte de atrás «y que venga el cura si tiene cojones».
Cada vez hay más. Son los mismos que cuando el sacerdote bebe del cáliz dicen a voz en grito «iiiiinnnnn» y los mismos que protestan porque el muy malage les da a los niños la comunión en el altar sin que puedan mirar al fotógrafo y, al final, los mismos que a fin de mes exigen que el cura les pague la luz o el alquiler. Que en esto de confundir churras con merinas, siempre hemos tenido experiencia.