los lugares marcados

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Jerez Actualizado: Guardar
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Entre las muchas imágenes que han circulado por internet y los medios de comunicación del vergonzoso desalojo de la Plaza de Cataluña de Barcelona, me quedo con una instantánea donde una joven intenta ofrecer una flor a un mosso de escuadra. La sonrisa de la muchacha, que lleva puesta la típica nariz roja de payaso, contrasta con el gesto fiero del guardia, que no le enfrenta la mirada.

Es el resumen perfecto de la desigualdad. A la fuerza bruta, a la violencia, a la porra y al maltrato, se les oponían con flores, con palabras, con carteles, con dibujos…

Si el movimiento de los indignados del 15-M despertaba las simpatías de una gran parte de la sociedad, el desalojo violento las ha acrecentado. Porque no sólo tienen razón, porque no sólo están pidiendo lo que es justo, lo que todos deberíamos pedir, sino que además ahora se parecen a nosotros mismos en otro tiempo. Se parecen a los españoles de los años finales del Franquismo y principios de la transición, a aquellos que también pedían democracia y a quienes los grises atacaban con bombas de humo y balas de goma (o no).

Quienes corrieron para escapar de las cargas policiales de los años setenta seguro que las han rememorado al ver a los mossos aporreando a gente armada solamente con cartelitos donde decía: «seguimos aquí» o «juntos podemos» o, citando a Gandhi, «la violencia es el miedo a los ideales de los demás».

Goliat contra el pequeño David, como tantas veces. La materia contra la idea.

Tras el ataque, todos los indignados volvieron, y además no volvieron solos. Apenas unas horas después, en todas las plazas de España donde había acampados hubo concentraciones de apoyo, más indignación y más gente.

Si somos muchos no habrá violencia que valga. Y si somos todos, tendrán que escucharnos.