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LA HOJA ROJA

SEGÚN TU PALABRA

Declaraciones las llaman cuando no son más que disparates engarzados dignos de cualquier antología estudiantil

YOLANDA VALLEJO
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Hubo un tiempo en que las palabras tenían tanto valor que incluso había quienes les atribuían cualidades sobrenaturales, recuerden a San Juan cuando decía que «en el principio era el verbo». Tanto valían las palabras que una sola bastaba para sanar y para sellar cualquier tipo de compromiso, ya saben, con decir «palabra de honor» o «te doy mi palabra» era más que suficiente y no había duda ni sospecha que hiciera tambalear el pacto. Así era, no lo olvide. Así era cuando Blas de Otero recordaba que después de haber perdido la vida, el tiempo, la voz, todo, le quedaba la palabra para seguir combatiendo, para seguir luchando por el hombre y por su justicia, «pido la paz y la palabra» decía el poeta, como años más tarde versionaría Víctor Manuel -soy tan antigua, ya- «pido la paz y la palabra porque espero y creo que necesariamente todos vamos a entendernos». Así era el valor de la palabra hasta no hace mucho, aunque no lo recordemos. Luego nos vinieron con que no importa si donde dije digo, digo Diego, con que la palabra perro no muerde y con que era el viento el que se llevaba mil palabras que nunca valdrían como una imagen. Ya lo dijo Felipe González en una de aquellas arengas apocalípticas de 1977: «Vamos a cambiar la sociedad». Y tanto. Qué le vamos a hacer, en unos casos apelamos a la memoria histórica y en otros nos dejamos adormecer en brazos de la amnesia histórica que es la que está llevando a este país hacia no se sabe bien dónde.

Y nos callamos, porque se nos llena la boca con aquello de que somos dueños de nuestros silencios -la única propiedad, casi, que nos queda-. Pero también somos esclavos de nuestras palabras. Y mucho más lo son aquéllos que han hecho de la palabra su único medio de ganarse la vida, los políticos que miden sus éxitos y sus fracasos, sus glorias y sus miserias con la vara de las declaraciones. Declaraciones las llaman cuando no son más que disparates engarzados dignos de cualquier antología estudiantil, pero con más delito, porque ni tienen quince años, ni están ahí para aprender, sino para enseñarnos que aún es posible declinar la palabra futuro en un presente tan subjuntivo como éste, en el que todo está condicionado a los vaivenes internos de los partidos, confundiendo gobierno con poder y administración con trinchera. Ya lo saben. Basta con leer los periódicos de los últimos días o con escuchar las noticias para comprender lo que les digo. Que una palabra tuya ya no basta para calmar nuestras expectativas. El alcalde en funciones de Alcalá, Arsenio Cordero, fue el primero en sacudirse la responsabilidad de la debacle electoral «nos hemos llevado una bofetada que iba dirigida a Zapatero», dijo en lo que se suponía un análisis de los resultados de las municipales, sin detenerse mucho a pensar que el que se presentaba en Alcalá era él, no Zapatero, y jugando a esconderse al más puro estilo Caín que tan genéticamente llevamos impreso «¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?». Un estilo que cultiva el «yo no ha hecho» y que recoge premios como el que recogió Juan Antonio Barroso el domingo pasado, quien tras treinta años asentado en la Alcaldía de Puerto Real, lamentaba como el niño que ha perdido su juguete favorito que no le quedaba otra alternativa que apuntarse al paro, a cobrar «mil euritos». Lo normal, igual que la media España que todavía cobra algo a final de mes. ¿Qué esperaba? «Tendré que recuperar mi profesión olvidada, la de la metalurgia», decía con resignación cuando le preguntaban qué pondría en su currículum a partir de ahora. Un estilo muy hispánico, sí señor, lleno de silogismos como el del todavía presidente de la Diputación Provincial, Francisco González Cabaña, que ante su estrepitoso fracaso electoral, aún insistía: «Si no hubiésemos hecho la campaña que hemos hecho, la ola podría haber sido mayor». Pues vaya. El que no se consuela, es porque no quiere. O porque no puede, como tampoco podían o querían justificar el triunfo los del Partido Popular, «Hemos ganado en Andalucía no por castigo al PSOE, sino por la confianza al PP», decía Javier Arenas regodeándose porque «la izquierda moderada también nos ha votado». ¿En qué quedamos? La izquierda moderada vota al PSOE, pero en esta ocasión vota al PP ¿porque confía en su programa?, ¿porque espera más de los populares que de los socialistas?, ¿son socialistas?, ¿son del PSOE?, ¿son de derechas? ¡Ah!, ¿quién lo sabe? Si los primeros que han pasado de puntillas por lo que se suponía que era la ideología conservadora son ellos mismos, confiando en que la crisis y el odio africano a Zapatero les llevarían a la victoria en las urnas, como así ha sido. Veremos a ver qué hacen -o que pueden hacer- ahora. «El despilfarro se ha acabado», vaticinó Arenas. Ojalá.

Es muy fácil hablar y muy difícil conservar la prudencia. Francisco Antonio Macías, uno de los múltiples candidatos a Rector de la UCA y hasta hace poquísimo vicerrector de Investigación, Desarrollo Tecnológico e Innovación de la era Sales, no tuvo empacho en afirmar que «las palabras compadreo y amiguismo desaparecerán de la UCA». ¿Qué quería decir, que hasta ahora el compadreo y el amiguismo eran monedas de curso legal en la Universidad?, ¿que lo suyo va a ser bueno porque lo anterior era malo?, ¿que él formaba parte de un rectorado que funcionaba al estilo compadre? Para ese tipo de enfermedades, existe cura, no se crea, se llama dimisión. Ya lo señaló Rafael Barra, pese al reproche de González Cabaña -que le vino a decir «y yo dando la cara por ti»- «a nivel orgánico, cuando hay un estrepitoso fracaso hay que dimitir, a nivel local y a nivel provincial». Pero claro, la palabra «dimisión» hace mucho que no cotiza en la bolsa de lo público, como tantas otras.

Y mientras, si hay primarias o congreso extraordinario, si Rajoy pide adelanto de las elecciones mientras espera que no lo haya, mientras se reparten las migas que quedan del pastel que se comieron, seguiremos aquí, oyendo y leyendo tonterías, haciendo como que no oímos lo que dicen y esperando, como quien espera al alba, que alguien pronuncie la palabra mágica, el tabú que nadie se atreve a pronunciar y que es justamente el que activa el mecanismo. Esperando que alguien nos hable de futuro, por favor, que estamos hartos de tantísimo pasado.