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Los vecinos cerros

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Acomodada la orografía del alma española a la plástica bonachona del Teide, toda desazón que, a modo de paisaje, se alce por encima de los tres mil metros, nos desarbola. Toda proclama digna y rebelde nos suena a martingala, prefiriendo creer que el Mulhacén forma parte de una urbanización en el que San Pedro posee un adosado, como conserje del Cielo. Nada que exceda las cotas de una ramplona y egoísta interpretación de los hechos causales, nos atañe. Hemos desarrollado una habilidad de malabarista para deglutir sin digerir efectos, entendidos como condena, sin descifrar sus causas. Por encima de las lomas de un telediario, los oteros de un artículo de opinión expresada en heroico papel, o los cerrillos hueros de internet, la salsa de la vida se nos congela en los neveros de las altas crestas de los grandes compromisos éticos.

Me acostumbré en Santiago de Chile a desayunar a temprana hora, con el único afán de ver amanecer tras el cerro El Carbón y el Manquehue, ambos empadronados en el barrio como avanzadilla oteadora de las proximísimas cumbres de los seismiles, que los utilizan como amortiguadores de la presión telúrica de los majestuosos Andes. Los paisajes andinos, asfixian. Más aún cuando se yerguen como cicloramas teatrales de las ciudades, Santiago o Quito, entre otras, incorporándose al censo inmobiliario. Pero lo cierto es que, los caracteres serranos americanos, que catalogan como cerros a cumbres de dos mil metros, han evolucionado mejor que los nuestros, a la hora de ingerir y digerir la vida masticada en crudo. Nuestra América está poblada por gentes con redaños, preocupados por la educación de sus hijos y la salud, porque allí nada es gratuito. Ni la muerte. Allí hay que jugársela sin rajarse, como en mi muy querido México, para eludir la condena de la mediocridad inculta y la llaga ulcerada de los rudimentarios servicios públicos de salud. Por aquellos hermosos pagos de orografía mitológica, hay que granjearse el pan, la educación y la salud, con gran conciencia y esfuerzo.

Mientras seamos esclavos del aire acondicionado, o la calefacción central; mientras que nos empecinemos en utilizar inadecuadamente la suntuaria salud pública; mientras un maestro no sea considerado contrafuerte y cimiento, confundiremos las lomitas de la Sierra de San Cristobal con el Paso de los Conquistadores, por el que llegó a Chile Pedro de Valdivia a caballo, ambos dotados de más gónadas que el elefante alfa de Aníbal, seguiremos siendo una sociedad sin carácter, amorfa, envidiosa y cainita, en vez de ejercer de cordillera modélica gallarda y laboriosa.