Teatro
PROGESOR Y ESCRITORActualizado:Los asidonenses, por fin, tenemos teatro. Días atrás, superados los obstáculos del siempre odioso lunes y la larguísima espera a la que nos sometió la correspondiente autoridad autonómica, los asidonenses asistimos ilusionados a la inauguración de nuestro nuevo espacio escénico, como no se cansan de repetir ahora los que se precian de manejar el uso idiomático de lo políticamente correcto.
Se trata de un edificio de fría arquitectura exterior, al que únicamente el paso de los años debe ir limando la aspereza visual que procura el volumen monolítico de su planta para quienes estamos hechos al trazo quebrado, a la línea oblicua de nuestro tradicional paisaje urbano. Salvando las distancias, tampoco a los ojos de los franceses les resultó en su momento fácil la digestión del engendro de la Torre Eiffel, pero mira.
En el interior del edificio no se disuelve en principio la frialdad exterior, sacrificada quizás esa calidez por una mayor funcionalidad y amplitud de los espacios, a lo que sin duda contribuyen las extensas cristaleras. A la sala de butacas, con su correspondiente anfiteatro, el recubrimiento pardo de madera la hace ya ciertamente acogedora. El escenario, orientado hacia la plaza, puede abrirse a ella, lo que permite la contemplación de determinados espectáculos desde dos ángulos opuestos. Un acierto de quienes por el contrario no han reparado en el detalle de que la barra frontal del anfiteatro obstaculiza la visión no solo a la fila delantera, sino también a la segunda cuando los espectadores de aquella se inclinan hacia delante para corregir la deficiencia. Subsanable.
Se ha conservado el ábside de la antigua iglesia franciscana, tan visible ahora como la primitiva cripta monacal. Maridaje feliz de los severos restos arqueológicos con una cuando menos atrevida arquitectura. Esperemos que sean numerosos los frutos culturales de esta unión. Bastante dilación en el tiempo y más de tres millones de euros nos han costado dichos esponsales en estos tiempos de penurias. Pero, como dijo el Presidente de la Diputación en su discreta alocución, no tiene por qué ser la cultura la que pague los platos rotos de la Crisis (así, en mayúscula, como ciertamente la señora se merece). También el Consejero de Cultura de la Junta abundó en tal idea, pero sobreactuando con tal emoción en su papel edilicio que incluso llegó a arrancar algún que otro murmullo de desaprobación en el abarrotado graderío. Hablando en plata, don Paulino, movido quizás por el irreprimible cosquilleo preelectoral, chófer y coche oficial al margen, debió pensarse que formaba parte del tenderete de una de aquellas Misiones Culturales que en tiempos de la República trataban de sacar de su atraso a los pueblos profundos de España, en esta época en la que hasta la más trivial televisión se le ha adelantado ya en esa ingente labor igualadora.
Las voces cálidas de la coral universitaria gaditana disolvieron finalmente los últimos ecos de las obligadas peroratas y, una vez concluido el protocolario acto de inauguración, hubo tiempo de dedicarle una mirada curiosa a la pequeña sala donde se expone una pequeña muestra documental de la historia del antiguo Cine Thebussem reconvertido ahora en Teatro Miguel Mihura Álvarez, en honor a aquel paisano y hombre de escena cuyo mayor logro dramático fue el de traer al mundo del famoso autor de Tres sombreros de copa.
No voy a ocultar que en el origen de este artículo se agita el deseo de imaginar la respuesta que don Mariano hubiese dado a tal inopinado acto de expropiación o desmedido chovinismo. Ignoró de qué cabeza brotó la idea de otorgarle nuevo título al flamante espacio escénico. Quien la parió, yéndose al extremo opuesto al del Consejero, tal vez considerara que el autor de Kpankala no se encontraba ya a la altura de estos tiempos de democracia y botellona, o quizás juzgó que con una calle y un colegio el famoso y un tanto excéntrico filatélico estaba ya más que honrado.
No se refleja en ninguno de los escritos del doctor una desmedida pasión por fama y honores, sino, más bien al contrario, el apocamiento del asceta maniático dedicado en cuerpo y alma al cultivo de su jardincito literario, cuando no exquisitamente preocupado por la sazón de alguno de sus guisos. Pero, hombre, lo que se da no se quita, máxime cuando su victorioso rival con la pluma, por más asidonense que fuera, sólo posee un reducido catálogo de obras muertas y nunca, que se tenga noticia, se caracterizó por cultivar cierto amor a su patria chica una vez abandonada la cuna.
De haber recibido, estando vivo, la correspondiente invitación para la inauguración del remozado teatro, no puedo imaginar qué clase de indisposición se habría visto obligado a fingir para excusar su ausencia quien no dudó en escenificar aquel aparatoso desmayo que dio al traste con el plan de quienes contra su voluntad fueron a poner en sus manos la vara de mando municipal, episodio que él mismo inmortalizó en Una alcaldada.