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Vuelta de hoja

Dos certificados

Manuel Alcántara
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Ni siquiera el hombre considerado como el más poderoso del mundo, Barack Obama, está exento de cumplir algunos trámites burocráticos. En muy poco tiempo ha tenido que hacer pública su partida de nacimiento y la partida de defunción de Bin Laden. Los enemigos del presidente de Estados Unidos sospechan que se quita años, como cualquier vicetiple, y la Casa Blanca tuvo que divulgar que vino a este disparatado planeta en Honolulu, una bella isla hawaiana, en el año 1961. Sus enemigos aseguraban que era un extranjero y por lo tanto no cumplía el requisito indispensable para ser elegido presidente de la nación. Satisfecho ese trámite y demostrado que la edad no es la que se representa, como dicen algunos optimistas, ni la de las arterias, sino la que se tiene, el huésped negro de la Casa Blanca tiene que corroborar la defunción de Bin Laden, pero del más demoniaco terrorista de la historia no queda ni el rabo.

Nos cuentan que el gerente del 11-S murió de un tiro al sur de su turbante y que un eficacísimo comando de élite se ocupó, con gran celeridad, de darle mahometana sepultura. Tras cotejarse el ADN con el del cerebro de una hermana suya, que también descansa en paz, se arrojó al mar el cadáver del asesino múltiple. La ‘operación Relámpago’ hizo honor a su nombre, pero había que evitar que se le rindieran honores al líder de Al-Qaida. Hubiese sido, además de una lata, una provocación. «También para el sepulcro hay muerte», dijo Quevedo, aludiendo al descuido español para alojar a sus más notorios cadáveres.

De los insoslayables enredos burocráticos no se libra nadie, salvo el muerto. Ahí se las den todas. Barack Obama ha certificado su edad con papeles incontrovertibles, pero también ha tenido que hacerlo bajo palabra de honor en el caso de Bin Laden. Los últimos que le vieron muerto fueron los pilotos del portaviones ‘Carl Vinson’, antes de echarlo al mar.