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La felicidad chiquita

Josefa Parra
JerezActualizado:

Hoy hablaré de la felicidad. De la felicidad chiquita, escrita con minúscula, la accesible, la manejable, la que nos es dado alcanzar y cobijar entre las manos. Hablaré de ella aunque vuelva a parecer (y van ya tantas veces) una ilusa o una ingenua. Dos palabras que, por otra parte, me parecen tan hermosas.

Hoy tengo razones para estar triste y para estar feliz. Y elijo estas últimas porque sé por experiencia que pensar en positivo tiene un efecto de contagio que acaba barriendo lo malo, subyugándolo, por muy negro que pinte el horizonte.

Hoy prefiero dejarme conquistar por la música de Van Morrison que escucho en mis cascos; disfrutar de un café negro y fragante; ir luego a pasear Porvera abajo, asombrándome de la explosión incipiente de las jacarandas, que recomienzan a florecer por su cima; sentarme en un banco a ver pasar la vida sin nada demasiado urgente por hacer, como aprendí hace ya tiempo de mis amigos del otro lado de Estrecho...

Por un momento todo alrededor es primavera, las preocupaciones se ausentan o se esconden, y los malos pensamientos, el pesimismo y la derrota, se difuminan en un aire demasiado limpio como para poder albergarlos.

El paisaje del alma y el paisaje exterior se confabulan para lograr el milagro breve de la perfección. Posiblemente, la sensación solo dure un minuto, o una hora, quizás una mañana entera. Pero incluso aunque escape con la misma urgencia con la que llegó, yo sé que regresará la felicidad chiquita. Mientras espero que se repita, serena, me complazco observando cómo la vida, incluso las razones aquéllas para la tristeza, han quedado impregnadas de su luz extraordinaria. Sé que todo tiene su explicación. Que todo está, o se pondrá al final, en su sitio.