opinión

La hora de irse

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Cuando a Stevenson, ya saben, el narrador de historias, que entre otras nos contó 'La isla del tesoro', le dijo a su abnegado médico de cabecera que moriría pronto si no cambiaba la vida, le respondió: «Todas las personas mueren jóvenes». Fumaba mucho, bebía mucho, se movía mucho, pero le pronosticaron que viviría poco. Sólo el tiempo justo para dejar señales de vida.

Me acuerdo de aquel admirable personaje que inventó a personas que me acompañaron siempre y que siguen visitándome en mi persistente adolescencia. ¿Cuál es la edad adecuada para irse, diciendo eso de que hemos tenido mucho gusto en conocer a algunas personas y hemos tratado de disimular la pésima impresión que nos causaron otras? A eso le llaman la variedad del mundo, cuya diversidad dicen que es su musa irresponsable. La verdad es que esto no se entiende. El atentado de Marrakech, que puede determinar la taquicardia del turismo marroquí, coincide con la donación altruista de una parte de su organismo de un ciudadano español que oculta su nombre. La bondad existe y está bien que nos lo recuerde alguien, aunque no podamos agradecérselo. Junto al demente terrorista -perdón por la redundancia- que ha matado en la plaza Yemala a dieciséis personas, hay alguien que únicamente pretendía alargarle la vida a una persona que nunca conoció.

Sería muy simple creer que el mundo, como las películas del oeste, se divide en buenos y malos, pero los supervivientes estamos obligados a distinguirlos: hay criaturas que creen que ayudar a las otras constituye eso que se llama una buena acción y otras que están convencidas de que el mundo se mejorará eliminando a parte de sus contemporáneos. A todos les llegará la hora de irse, pero no es un problema menor, incluso para los que descreemos en balances finales, la sospecha de que puedan ser confundidos los que han donado un riñón con los que han puesto una bomba. No sabemos nada de la Guía Michelín de ultratumba.