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Estado en el que, según las autoridades libias, quedó una oficina de Gadafi tras el bombardeo de la OTAN. :: J. EID / AFP
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Misrata sabe que sobrevive por la OTAN

Los rebeldes luchana brazo partido en el enclave conscientes de la importancia de la misión internacional para derrotar al régimen

Laura L. Caro
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El cadáver de Abdelnor Banur llegó tan carbonizado al hospital de Hikma que los hombres que montan guardia día y noche a la entrada para honrar a los muertos en el nombre de Alá le despidieron pensando que era un bebé. Solo horas después sabrían que se trataba de un niño de 10 años completamente desmembrado por el impacto del cohete, y que lo que creían su cuerpo pequeño eran el tronco y la cabeza. El padre, un pescador de nombre Alí, dos vecinas y una tía, Fatma, fallecían calcinados junto a Abdelnor en el interior del Mazda con el que intentaban huir a toda prisa del barrio residencial de Ras Ammar, en el centro de Misrata, que a las dos de la madrugada del lunes se convertía en blanco de un ataque salvaje y anárquico de morteros lanzado por los leales a Gadafi.

«Estábamos durmiendo, todo el mundo trató de escapar metiéndose en cualquier coche... Somos gente inocente», narraba un vecino, el ingeniero Alsidin Guineti, entre improperios de «bárbaro» y «hermano del diablo» dirigidos al dictador. A la madre de la familia, Zeinat, no le dio tiempo de llegar porque en la carrera llevaba a su hijo menor de once meses en brazos. Ha tenido que ser operada de heridas en un brazo y la espalda. Está ingresada en la segunda planta y ayer no lloraba.

Las noches son un infierno en Misrata. Los mercenarios del coronel parecen haberse replegado a las afueras, en las últimas horas no hay intercambio de disparos en las calles, pero desde la distancia se emplean a fondo con los obuses y los cohetes. Alrededor de la una de la madrugada caían cada dos minutos. Durante el resto de la jornada hubo relativa calma, pero a mediodía los proyectiles conseguían golpear el cementerio y el puerto, cordón umbilical del que depende esta localidad de 550.000 habitantes sitiada hace ya ocho semanas.

Lluvia de misiles

«Los hemos echado fuera, a los de Gadafi, y hemos conseguido liberar a muchas familias que llevaban tiempo sin poder salir de sus casas porque les querían matar», presumía Alí Alwirfali, cabecilla de los insurgentes que controlan la calle Trípoli, arteria principal de la ciudad, y que se pasea orgulloso con un kalashnikov «capturado de un arsenal del régimen». Alwirfali viste como un cazador furtivo con atuendo imitación de Dolce&Gabana, y dice que no tiene ningún miedo. «Dios está conmigo –explica–, por eso me he salvado de los 33 morteros que dispararon anoche y de los 60 cohetes Grad de esta mañana».

En el juego macabro de supervivencia y fuga que constituye la vida en Misrata, las gentes se encomiendan a lo divino y también confían en la OTAN. Son conscientes de que los bombardeos aliados no han minado las capacidades bélicas del dictador, que les siguen amenazando y les liquidan, pero también de que las tropas leales camparían ya por el entramado urbano de este enclave estratégico –puerta de Sirte, ciudad natal del dictador, y después de Trípoli– de no haber sido por la intervención internacional. «Han hecho mucho, impidieron que los tanques de Gadafi entraran... Sin ellos habríamos muerto», reconoce Osama, un arquitecto que ha perdido un proyecto millonario para construir mil viviendas porque ha quedado en una zona controlada por el sátrapa. «No importa el dinero –se consuela– sino que se vaya... aunque yo quiero verlo muerto».

Con la caída de la tarde vuelve otra vez el estruendo de los cohetes. Es difícil saber dónde aterrizan. El pasado ha sido uno de los fines de semana más sangrientos en Misrata, 39 cadáveres registrados, a los que hay que sumar 9 de ayer lunes. Podrían ser muchos más, hay familias que entierran a los suyos según reciben los cuerpos, sin pasar siquiera por la morgue. Junto a Ras Ammar, donde vivían los Banur, Taher Misurati, un jubilado al que los misiles Grad han destrozado la casa, vaticina mucha más sangre. «Gadafi tendría que matarnos a todos, a 200.000, para volver aquí. Pero será al revés, incluso mis nietos dispararán hasta que acabemos con los suyos».