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Cuatro de las chicas que han aparecido asesinadas en diferentes puntos de Long Island. :: R. C.
MUNDO

Lápidas en el paraíso

Un asesino en serie siembra el terror entre las prostitutas de Nueva York

MERCEDES GALLEGO CORRESPONSAL
LONG ISLAND (NUEVA YORK).Actualizado:

Gustav Coletti es un hombre atormentado. Perseguido por la mirada vidriosa y aterrada de Shannan Gilbert, la joven de 24 años que el 1 de mayo de 2010 tocó a su puerta de madrugada. «Por favor, ayúdeme. Por favor, por favor», suplicaba histérica, sin acertar a explicar lo que le ocurría. La dejó sentada en la entrada y se fue a llamar a la Policía, pero cuando le dijo que ya estaba en camino salió corriendo despavorida. Nunca se la ha vuelto a ver.

¿Corría de la Policía o de un asesino? Coletti no lo sabe. Cree que Shannan estaba drogada, pero luego tuvo oportunidad de ver al hombre que la perseguía. «Si la hubiera retenido, hoy estaría con vida», se lamenta el jubilado, de 75 años. «Ayudo a todo el mundo. Mi casa es la primera junto a la garita de seguridad. Cada vez que viene alguien con la rueda pinchada o algún problema le ayudo. Pero ese día tenía prisa. Por eso me estaba afeitando a las cinco de la mañana», confiesa consternado. «No es fácil vivir con eso. Tengo varias hijas de esa edad».

Tal vez no estaba en su destino salvarla. Con su desaparición, Gilbert ha redimido a las diez almas en pena cuyos cadáveres yacían olvidados entre los matorrales de esa lengua de asfalto llamada Ocean Parkway, en Long Island, que lleva hasta el oasis veraniego de la aristocracia neoyorquina. Son 24 kilómetros de carretera entre las dunas y el mar, salpicados de mansiones aisladas, playas privadas y comunidades valladas. Este coto de mar está reservado para unos cuantos privilegiados. Ahora también para los cadáveres de una decena de prostitutas asesinadas en el paraíso de los ricos. Sus cuerpos han aparecido arrojados a los matorrales en sacos de esparto. La sombra de un criminal en serie ha disparado la alarma en la zona. La esperanza de los asesinos de este tipo es que sus víctimas no importen a nadie, que nadie las busque. Y este casi lo consigue.

Si a un policía que entrenaba a su perro no se le hubiera ocurrido hacerlo en esas marismas solitarias, nunca hubiera aparecido el primer cadáver en diciembre pasado. Solo entonces alguien se acordó de Shannan Gilbert, a la que su familia llevaba seis meses buscando, y volvió a entrevistar a Coletti. Para entonces ya se habían borrado las fotos que toma automáticamente la garita de seguridad de su urbanización. Pero da igual, Coletti sabe quién la perseguía esa noche. Un hombre de 48 años de origen asiático que llegó en coche poco después y le preguntó si había visto a la joven. Cuando le contó que había huido al saber que había llamado a la Policía, hizo una mueca de disgusto. «No debería haber llamado a la Policía, la va a meter en problemas», le recriminó. «Y tú también te vas a meter en problemas», le amenazó Coletti.

Última llamada

Al llegar la Policía no encontró a Gilbert y dio por buena la versión del hombre, según la cual la joven había tenido un mal viaje con las drogas durante la fiesta en casa de Joseph Brewer, un vecino que solo utiliza esa vivienda aislada para sus «fiestas de dos», apostilla Coletti.

La Policía no considera a Brewer un sospechoso, pero en el pueblo más cercano, Babylon, la gente murmura a sus espaldas cuando le ve entrar en el bar. Brewer dice que Gilbert sigue viva en alguna parte. Su familia sigue buscándola. Por la factura telefónica, saben que antes de desaparecer hizo una última llamada: 23 minutos al teléfono con los servicios de emergencia 911. «Me quieren matar», gemía mientras tocaba a todas las puertas.

Su rastro ha sido como tirar de un hilo de cadáveres esparcidos cada medio kilómetro. Ocean Parkway es un perfecto desguazadero de cuerpos abandonados en mitad de la nada. En estos días, los helicópteros del FBI escanean la zona con cámaras de alta definición y la Policía de dos condados bate la carretera. El asesino ha perdido la intimidad en su vertedero de lujo.

Desde que el deshielo de abril dejase al descubierto más cadáveres, Emily ya no coge nuevos clientes. «Lo que no sé es cuánto tiempo podré mantenerlo», observa. «No todo el mundo se lo puede permitir». Algunas, como Amber Costello, alias 'Carolina', eran muñecas rotas con un largo historial de drogas, alcohol y abusos sexuales, pero no todas llegan a las páginas de adultos por una mala experiencia. Para Vivian, una joven de 24 años que se anuncia en una página de contactos esta es una buena fórmula para pagar las facturas mientras estudia. «Perdí mi trabajo y la verdad es que tampoco me hacía feliz». Para quienes no existe la opción de llamar a la Policía, el juego de la seguridad es psicológico. Desde que hay un asesino suelto Vivian dedica más tiempo a hablar con sus clientes antes de aceptarlos.

La Policía ha pedido pistas a las trabajadoras sexuales; pero, con más de 1.800 detenciones al año solo en la ciudad de Nueva York, nadie se fía. Audacia Ray, una exprostituta ha iniciado una campaña para reclamar una amnistía mientras dure la investigación. «La gente tiene que dejar de matarnos. Dicen que es porque a nadie le importa cuando desaparecen, ¡mentira! Nuestras familias lo denuncian». «Nadie merece morir», murmura Coletti desde su casa. «Ciertamente esas chicas no se lo merecían».