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Telegrafía sin hilos

JUAN MANUEL BALAGUER
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Rebasada Cortadura, se divisaban las antenas del edificio de los servicios de 'Telegrafía sin Hilos', enhiesto símbolo de modernidad, que parecían el esqueleto de un circo. Ningún tiempo pasado ha sido mejor que el actual, pues ya Marconi y sus inventos revolucionarios, han quedado superados por los malabarismos de las tecnologías de la telecomunicación. El éter se ha convertido en una vereda impúdica llena de vericuetos. Estando convencido del valor de la suma de inventos, los muchos años que porto en el morral, me obligan a añorar la solemnidad ritual que comportaba escribir y remitir una carta; el entregarla a la aventura de que llegara a tiempo para que una declaración de amor no perdiera el aliciente de la lozanía erótica y el candor. A su aliciente táctil se sumaban los símbolos del color de la tinta y el papel, los pliegues rituales, la caligrafía, el olor, el timbrado, las fotos originales y hasta los bucles inmolados.

Mi familia dominaba el arte del telegrama. Emulando a nuestro padre, los enviábamos para cualquier menester, llamando la atención en nuestro entorno que los utilizáramos con tanto desparpajo y eficacia sintética. Manejábamos el «stop» con el rigor de un signo de puntuación, que imprimiera sentido a la economía de las palabras y a los dictados de la sintaxis lacónica. Se contaban las palabras, porque se pagaba por palabras. De mi entorno en Madrid era yo el único que los recibía asiduamente con regocijo, seguro de que ese parco comunicado, me transmitía noticias minúsculas pero sustantivas, como la de desearte suerte ante un examen, o encomendarte comprar lotería.

Hablar por teléfono era otra cosa. No existía la opción de hablar a cualquier hora y con cualquiera, y menos en cualquier lugar. Requería del concurso de un drama, de una noticia fustigante. Existía una atmosfera de inocencia, de calma sosegada. Se vivía en el remanso de que todo aquello que debiera saberse se acabaría sabiendo, sin el sobresalto que supone que un infundio, una acusación espuria, difundida por aspersión incontrolada, mancillara la honra de alguien. Las noticias escritas se difundían tras la asunción de la responsabilidad inherente a la prueba y a la valoración reflexiva, eludiendo el daño. Hoy, las noticias se han convertido en un flujo diarreico. Circulan tumultuosamente sin contrastar, sin evaluar, sin redactar, sin la reflexión que aconseja el riesgo de latrocinio.

Así, las maravillosas redes sociales y otros medios habilidosos, se han convertido en fábricas de hondas y de guijarros ágrafos. Tenemos al instante, información sin digestión. Empacho aciago de necedad apócrifa.