Hamilton culmina el asedio
El inglés gana una carrera épica tras adelantar en el tramo final a Vettel Mark Webber, desde el puesto 18, logra escalar hasta el podio, y Alonso acaba séptimo en otra decepcionante demostración de Ferrari
Actualizado: GuardarLa propaganda que envuelve e impulsa a la Fórmula 1 hacia espacios siderales se ha vuelto contra Ferrari, su aura legendaria y sus vitrinas sin hueco para más copas. Funciona desde ya el reverso de la moneda, un contrapeso frente a la divulgación excesiva. Para bien y para mal, todo es desproporcionado en la F-1 y por ese camino la pregunta se ha instalado en cualquier foro de debate: ¿para eso fichamos por Ferrari? Inquietud en primera persona del plural porque la gente se mete en el coche con Alonso, se ajusta el casco y conduce con él, transporta sus pensamientos hacia ese mundo de fantasía que es la F-1. Y, como exponente de una realidad idílica, Ferrari ejerce su faceta de cuna de sueños.
La cuestión navega por Twitter, vuela de boca en boca y se somete a diagnóstico en la barra del bar. ¿No era Ferrari el paraíso?
El Gran Premio de China emitió una respuesta negativa al respecto. Alonso y Ferrari se han ofuscado. Se desconoce hoy de dónde proviene la harina de la empanada. Si reside en el escaso ingenio de los diseñadores, en la dirección de la escudería o en una estructura demasiado rígida. Ferrari es el Madrid y, como tal, se encuentra sujeto a un escrutinio feroz. A tal señor, tal honor... O, en otros términos, la pleitesía de la grandeza.
La única escudería que tiene seguidores furibundos por todo el mundo, de los que se enzarzan si alguien se mofa de sus colores, no ha tenido ninguna oportunidad de pelea por el triunfo en las tres primeras carreras de la temporada. Tampoco ayer, en Shanghai, en la planicie de un circuito con dos rectas interminables que exigen más motor que aerodinámica. Alonso tampoco resolvió encerronas esta vez. El efecto contagio de la ofuscación.
De otra galaxia
El espectador madruga en España para pulsar botones con Alonso y concluye la faena buscando otros horizontes, la final de Nadal en Mónaco, la Amstel Gold Race con Freire o el partido de su equipo en la tarde futbolera del domingo. Es el síntoma de la decepción que se ha instalado con el rendimiento del tren rojo.
Y no se trata de las secuelas del gobierno tiránico de Sebastian Vettel y su Red Bull de otra galaxia. El chasco de ayer fue comprobar cómo Lewis Hamilton conduce un monoplaza poderoso, a la altura de los campeones, y no existe ningún resquicio para colar el 'cavallino rampante' en la discusión. Actor secundario, Alonso divisó con catalejo la pugna entre los líderes.
Lo hizo después de una salida mediocre, en la que Massa le rebasó. En ese duelo fratricida, el brasileño excitó su orgullo y cabalgó a piñón fijo hacia la primera victoria parcial ante Alonso. Ferrari jugó a la carta de las dos paradas y el riesgo de quedarse sin neumáticos frente a la estrategia de tres pasos por el garaje de Red Bull y McLaren.
Las nuevas normas depararon otra vez un divertido berenjenal de pilotos y coches mutantes, en plan laberinto de caminos entrelazados. Por una de esas, Button confundió su garaje con el de Red Bull y perdió el liderato. Vettel se comió las ruedas y por ahí Hamilton enseñó el cuchillo que siempre lleva entre los dientes. Fantástica la aportación del inglés, a quien le martillean desde su box con una letanía: tranquilo, Lewis, cuida las gomas. No hace caso el británico, seguro servidor del espectáculo. Adelantó al intratable Sebastian Vettel con un vigor extraordinario.
El mismo empuje que demostró el australiano Mark Webber. Salió decimoctavo y calcinó a la competencia en un ritmo demoledor. Terminó en el podio por encima de cualquier expectativa. Esperanzas tenía Jaime Alguersuari, propietario de un botín en la parrilla con su séptima posición, y no consumó la obra. Lo trituró una maniobra perversa del destino: una tuerca mal apretada por el mecánico de Toro Rosso lo echó de la carrera. A él y a la rueda.