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LA ESPERANZA COLECTIVA 20 2

200 años y ninguna arruga

DIEGO LÓPEZ GARRIDO
SECRETARIO DE ESTADO PARA LA UEActualizado:

No ha habido grito que lograra retumbar con tanta fuerza entre las paredes de nuestra historia como aquel "¡Viva la Pepa!" que dio la bienvenida, el día de San José de 1812, a la primera Constitución promulgada en España. Tres palabras que encerraban en su sencillez un anhelo universal carente de fecha de caducidad. Una voluntad resumida entre exclamaciones que, superando dogmas, clases y credos, acariciaba una de las consignas que gobierna la naturaleza del hombre: la necesidad de progreso.

Valores que hoy consideramos del todo conquistados y que forman parte ya de nuestra sólida estructura democrática como el sufragio universal, la separación de poderes, los derechos civiles o la soberanía nacional tomaron forma legal en nuestro país en aquel sondeo premonitorio de la libertad que fue la Constitución de Cádiz. Doscientos años y no pocos resbalones después, sus raíces sostienen hoy nuestra tierra y su inspiración alumbra el camino de España en el mundo. Si algo demostraron las épocas oscuras por las que atravesó nuestro país desde entonces, ya fueran de la mano de Fernando VII o del general Franco, es que el absolutismo podrá reducir a su mínima expresión las libertades colectivas por un tiempo, pero nunca silenciará el grito atronador de las aspiraciones humanas.

Este irrenunciable instinto evolutivo del hombre tiene, como demostró en su día la Constitución de 1812, una lógica traslación a la esfera política, que necesita actualizarse al compás de las necesidades y objetivos de la comunidad a la que sirve en un proceso que se retroalimenta y nunca concluye. Este recorrido 'hacia adelante' adquiere un valor especial en determinados momentos de la historia en los que las dificultades o los desafíos sobre la mesa, sean nacionales o globales, anuncian tiempos de cambios.

En 1985 España comenzó a dibujarse a sí misma. Una vez más. La firma de la Carta de Adhesión a las Comunidades Europeas no sólo daba testimonio del apoyo internacional a un país que redoblaba esfuerzos por deshacerse de los fantasmas de su pasado más reciente; también atestiguaba la fortaleza de una identificación con una comunidad a la que le unían más vínculos que los que en un principio intuía y que el tiempo vino a confirmar. El 12 de junio de aquel año España condensó en una rúbrica un orgullo de pertenencia que superaba las fronteras de una patria que se asomaba, tan decidida e irremediablemente como lo hiciera el 19 de marzo de 1812, a su propio futuro.

Aquellos días se presentan hoy, ante nuestra memoria subjetiva, poco menos que como un hito perteneciente a la prehistoria de nuestro país. Esta percepción de pasado lejano se refuerza no tanto por el tiempo transcurrido como por los logros alcanzados desde entonces. Hoy, nuestro país brinda no sólo por una democracia ejemplar y consolidada, heredera afortunada de aquel Cádiz de hace dos siglos, sino también por su plena integración en una comunidad conformada por 27 estados y 500 millones de personas con una identidad compartida. Hoy, España celebra el éxito de la madurez de su ciudadanía en cuanto que española y europea.

Existe una cita del padre fundador de la nación norteamericana que me marcó profundamente la primera vez que la leí y que resume, de manera casual pero hermosa, lo que para mí representa el proceso de madurez de la democracia y la libertad en España que inauguró la Constitución de Cádiz de 1812. George Washington acertó al definir la amistad como una "planta de lento crecimiento que debe sufrir y vencer los embates del infortunio antes de que sus frutos lleguen a completa madurez". Nadie con un mínimo de conciencia histórica y memoria podrá negar los infortunios a los que ha tenido que enfrentarse nuestro país en su pasado. Del mismo modo que ninguno de ellos negará que esas desventuras han forjado el carácter de una nación que, consciente de su renovado cometido en la aldea global y de su vocación comunitaria, asume hoy sin complejos, una vez más, su responsabilidad transformadora basada en los valores fundacionales que nos han convertido en lo que hoy somos.