No es lo mismo
SECRETARIO 1º DE LA MESA DEL PARLAMENTO DE ANDALUCÍA.Actualizado:Una constante en el discurso de la derecha es el empeño en destruir la política. Es como si sus portavoces hubieran asumido que sus graneros de votos son minoritarios, los ricos son menos, por lo que tendrían serias dificultades para conseguir la mayoría en condiciones de normalidad democrática. En consecuencia, consideran necesario embarrar el terreno de juego, jugar al límite del reglamento, bordear la ley, tensionar el debate, simplificarlo al límite, apostar por los instintos y las pasiones frente al razonamiento y el equilibrio que exige toda realidad compleja.
Esta estrategia no tiene límites, ni está subordinada al interés general, el objetivo de conquistar el poder justifica todos los medios que se empleen en el intento. El resultado no puede ser más desolador: se han vulnerado las bases del modelo constitucional, se ha politizado la justicia, se pone en cuestión la actuación de los cuerpos de seguridad y forman parte de la refriega política los 'asuntos de estado', en los que debería primar el consenso: terrorismo, inmigración, política exterior, seguridad y defensa.
Las fuerzas conservadoras siempre han procurado patrimonializar las creencias y los símbolos, todo aquello que conforma el imaginario colectivo, lo que en su lenguaje se identifica con las esencias, con lo identitario: Dios, patria, ley, familia, bandera, etc. Tambien ha formado parte de su comportamiento político el manejo de las pasiones, los instintos, los miedos y tabúes. Desde siempre el discurso conservador se apoyaba tanto en el temor, la incertidumbre y el vértigo que provocan los cambios e innovaciones, como en el populismo redentor de la ley del talión, 'ojo por ojo, diente por diente'.
Últimamente están aflorando otras variantes del mismo fenómeno, puestas en valor a través de un manejo desvergonzado de los medios de comunicación, apoyadas en el éxito profesional y económico de los aspirantes a caudillos del pueblo, uno de cuyos estandartes más destacados es Berlusconi, insigne virtuoso de la depravación, la manipulación y el engaño.
Es desolador, como para perder la confianza en el ser humano, el éxito de esos programas de televisión, en los que un grupo de descerebrados glorifican los instintos, chapotean en la zafiedad y el mal gusto, adormeciendo las conciencias, triturando el derecho al honor y a la propia imagen y pisoteando los derechos humanos y los principios democráticos.
El viejo axioma de 'muerto el perro se acabó la rabia' se aplica sin piedad en el debate político, en una estrategia muy extendida de 'matar al mensajero', cuando las ideas que porta son certeras, e incluso obvias. Es una variante perversa pero que obtiene excelentes resultados, en esta realidad social y cultural en donde lo que parece es, y el envoltorio o continente es más importante que el contenido.
No hay límites en la caza del oponente político como estrategia para anular la incidencia de sus discursos, ideas y programas. Se aplica aquella vieja desvergüenza mediática de que 'no permitas que la verdad te estropee un buen titular', que la presunción de inocencia cuestione las penas de portadas, de editorial o de banquillo. Para cuando la verdad resplandezca, el oponente, mensajero de ideas que puedan interesar a los electores, será un cadáver político y nadie pedirá explicaciones por el éxito electoral cosechado con triquiñuelas de tahúr político.
La derecha se comporta como si el poder le perteneciera por derecho divino y considera un accidente el que la izquierda pueda ejercerlo, por mucho que las urnas se lo otorguen. En nuestra joven democracia se ha hecho costumbre la descalificación de los resultados, cada vez que sus expectativas de triunfo no se han visto confirmadas el día de las elecciones. Lo han hecho los portavoces del PP, Arenas y Gallardón, cuando Aznar perdió contra Felipe González y lo han vuelto a repetir cuando Rajoy fracaso contra Zapatero.
La ley y el orden parecían patrimonio de los conservadores y el estado un instrumento para garantizar sus derechos, especialmente el de la propiedad privada, pero cuando la ley garantiza la igualdad, la derecha no tiene inconveniente en ponerse el estado de derecho por montera. Que se lo pregunten a Berlusconi, que ha hecho costumbre el fabricar leyes a su medida, para garantizarse la impunidad.
Sus homólogos del PP no dudan en arremeter contra policías, jueces y fiscales cuando éstos, en el ejercicio de las funciones que las leyes les encomiendan, investigan, acusan y juzgan actuaciones y comportamientos que infringen las leyes.
En nuestro país existe una amplia caverna mediática, que en cualquier escenario político del resto de Europa se calificaría como extrema derecha, cuya tarea principal es mover el albor para que el PP coseche la fruta madura de los votos. Son especialistas virtuosos del insulto, la manipulación y el engaño, nostálgico del franquismo que vomitan a diario planteamientos más cercanos al fascismo que a la democracia.
Es el viejo discurso fascista de: 'todos los políticos son iguales', es decir ineptos, mentirosos y corruptos. Con las preguntas implícitas de: '¿para que la política?', '¿para qué votar?, total si da igual', '¿para qué la democracia? que es cara, ruidosa y desordenada'. De acuerdo con los resultados electorales, la derecha puede permitirse el lujo de la corrupción, pero la honestidad debe ser el ADN de la izquierda, que no puede ampararse en pedir a los ciudadano el mismo trato, si se reclama diferente.
Aunque los políticos son un reflejo de la sociedad en la que ejercen, quienes están en la política tienen que aceptar un grado mayor de exigencia y control que el resto de los ciudadanos en sus quehaceres profesionales y privados, porque se ocupan de gestionar los recursos públicos y de garantizar el interés general.