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Cervantes en Gibraltar

JUAN JOSÉ TÉLLEZ
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Rubén Darío se negó a subir al vaporcito -tal vez el 'Ailine'- que a comienzos del siglo XX hacía la ruta hacia Gibraltar. El gran poeta modernista, o simplemente el gran poeta, sentía una profunda aversión hacia todo lo anglosajón y le malhería la bandera de la Union Jack ondeando sobre la silueta caliza del Peñón que él contemplaba desde un modesto embarcadero de madera en lo que entonces fueron los muelles de Algeciras.

Fijo que don Miguel de Cervantes Saavedra le habría hecho menos remilgos a la turbia identidad del patriotismo, apenas un brazo muerto por un rey y por un Papa en una extraña batalla cuyo sentido quizá nunca entendió. El autor de don Quijote era menos de pomporrutas imperiales y más de murcios y tunantes de los que iban a la Conquista de Túnez y a servir al duque en las almadrabas de Zahara. El era tan mestizo que tal vez no fue siquiera cristiano viejo y tan superviviente que no sólo sobrevivió a las mazmorras de Sevilla sino que empezó a escribir allí el libro más libre de todos los tiempos.

Así que se joda don Rubén: la inauguración de un Instituto Cervantes en Gibraltar bajo la dirección de un tipo tan serio y tan sabio como Francisco Oda sólo puede enojar a aquellos que están en contra de este viejo román paladino que dio vida a ilustres fregonas, rinconetes y cortadillos. Verán que José Netto, ese sindicalista gibraltareño que aprendió el habla de Cádiz de nuestros exiliados, siempre sostuvo que los yanitos se habrían hecho españoles cuando los ingleses les echaron durante la II Guerra Mundial y les metieron a ocupar las casas de Londres de donde evacuaron a los londinenses para evitar los bombardeos, o los fríos irlandeses y el exotismo de las Bermudas. Sólo que no era plan porque en España reinaba una dictadura y los escorpiones de la Roca, como les llamaba el Imperio Británico, siempre fueron -o casi siempre- liberales. Hablaban un andaluz pedestre, transmitido de padres a hijos, hasta que el franquismo les encerró como sus últimos presos políticos en 1969. Entonces, desaparecieron nuestros libros españoles de las bibliotecas escolares y los estudiantes comenzaron a instruirse en un recio acento cockney de Michael Caine. Así que después de saltar varias veces la Verja exigiendo el fin de aquel bloqueo absurdo, el malogrado pacifista español Gonzalo Arias decidió llenar de lorcas y de garcías márquez los anaqueles gibraltareños allá por 1985. Recaudó ejemplares de poetas fieramente humanos, de últimas tardes con todas las teresas, clarines en Vetusta, rebeliones de las masas y episodios nacionales poco nacionalistas. A aquella aventura le llamó Operación Pajarita de Papel y cruzó con su cargamento al corazón de la Roca, pero fue inútil: ningún colegio lo aceptó, ninguna biblioteca pública tan poco. Entre los habitantes de la antigua Calpe había demasiadas heridas abiertas como para abrir libros que seguramente sanen todo tipo de heridas.

Más de veinticinco años después, el español vuelve a cruzar la frontera. Y ahora que se está muriendo el ladino de los sefarditas y que el spanglish de los hispanos de EE UU semeja el idioma de Cervantes como un mensaje de sms se parece a Gracilaso, digo yo que no es plan de ponerse pejigueras con que nuestra mayor embajada intelectual abra sus puertas en un terruño donde el español no es ajeno aunque la bandera española lo sea. El patriotismo se demuestra más leyendo que guerreando. Y no es plan de cambiarle el nombre al Cervantes y llamarle Instituto Cadalso, en memoria de aquel prerromántico que murió durante uno de los últimos asedios a la Roca. Serían ganas de meter el dedo en el ojo. Y con un ojo chigüato resulta mucho más difícil culturizarse.