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El príncipe y la duquesa en una exhibición naval por los 200 años de la Batalla de Trafalgar. :: JONATHAN BUCKMASTER/AFP
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Los príncipes felices

Carlos y Camila inician hoy su primer viaje oficial juntos a España

Íñigo Gurruchaga
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A Camila, duquesa de Cornualles, no le ocurrirá lo mismo que a la princesa Diana en su primer viaje oficial a España. Fue hace veintiún años y, en aquel día de finales de abril, unos príncipes de Gales que llevaban sobre sus hombros la tarea de representar la corona británica y de contener la incipiente quiebra de su supuesto cuento de hadas hicieron un recorrido al gusto de Carlos.

Fueron a Madrid en 1981 y los Reyes, que no pudieron acudir a su boda porque los Gales habían incluido una estancia en Gibraltar durante su viaje nupcial, los montaron en un monovolumen y conducidos por el monarca llegaron a Toledo. La ciudad donde coexistieron las tres culturas mediterráneas con más raigambre -cristiana, judía y musulmana- era un destino querido por el príncipe británico que postula armonías universales.

Visitaron la catedral y la sinagoga del Tránsito, contemplaron 'El entierro del conde de Orgaz' en Santo Tomé, caminaron por las calles de la judería y entraron en tres comercios de artesanía. Doña Sofía regaló a Diana un plato y un juego de café. Los cronistas retrataron a una princesa sufriente, con un traje gris excesivo para el sol de abril en La Mancha y unos tacones en contienda aguda y desigual con el empedrado.

Tras almorzar juntos en el parador, los reyes regresaron a Madrid y los Gales se fueron a cazar perdices en la finca granadina del duque de Wellington. Aquel verano se volvieron a encontrar en Mallorca. Carlos, cuya idea del infierno debe ser un agosto en bañador perseguido por motoras rebosantes de paparazzi, ideó el viaje como un consuelo a su mujer, que ya no contenía su infelicidad.

El motivo más obvio de sus tristezas era Camila Parker-Bowles, que visita ahora España como parte de un viaje que ha tenido su primera escala en Portugal y que seguirá la próxima semana en Marruecos. Es este el viaje de unos profesionales de la realeza, que dudan esta vez sobre su futura corona, pero que tienen una sintonía de intereses y afectos que han permitido a la familia británica recuperar la calma.

Las noticias sobre la vida sentimental de la realeza son acaparadas ahora por los jóvenes príncipes (Guillermo y Kate) y Carlos y Camila aparecen en los medios de comunicación raramente, sea por la publicación por el príncipe de un libro, 'Harmony', en el que insiste sobre los cánones necesarios para una vida idea; o por el ataque que sufrieron en diciembre, cuando se dirigían a un teatro, tras una manifestación contra las tasas universitarias.

Recelos

Según la serie de encuestas de YouGov, el 58% de los británicos creía en 2002, cinco años después de la muerte de Diana, que Carlos debería suceder a su madre en el trono del Reino Unido y de otros países de la Commonwealth. En 2003, tras la extraordinaria suspensión del juicio a su exmayordomo, Paul Butler, acusado entre otras cosas de robar fotos de las vacaciones de los príncipes en Mallorca, apoyaba la sucesión natural el 42% de los encuestados.

En noviembre del pasado año, el 44% opinaba que Carlos debería renunciar a la corona tras el fallecimiento de su madre y el 56% que Guillermo, cuyo propio cuento de hadas -la boda de un príncipe con una mujer de clase media, que tres cuartas partes de la población respalda- se desplegará en las calles de Londres en treinta días, sería mejor rey que su padre. El 15%, de todas formas, defendía a Carlos a capa y espada.

Hace seis meses, el príncipe fue preguntado en la televisión NBC, de Estados Unidos, si creía que la duquesa de Cornualles llegará a ser reina, como sus predecesoras en matrimonios reales, y respondió: «Nunca se sabe». Bastó esa afirmación, que ponía en duda la promesa, en el momento de su matrimonio en 2005, de que será simplemente su alteza real consorte del príncipe, para avivar a la prensa.

Este deterioro en la reputación del heredero y de su esposa como futuros monarcas persiste a pesar de que la sociedad ve a Carlos y Camila como una pareja cordial, que ya entrada en años( él, 62, ella, 63) vive al fin una vida sentimental apacible. Disfrutan de la vida en el campo, de la mansión en Highgrove, donde ya cultivaron, durante sus respectivos matrimonios, un romance frustrado en la juventud por cortesanos que no aceptaban princesas que hubiesen amado a otros.

Si la caza de perdices en la finca La Torre del duque de Wellington, en Íllora, no parece que fuese el destino ideal para Diana, la visita de Camila durante el fin de semana no requerirá paliativos que preserven la armonía. Ella y su marido comparten el gusto por la monta en caballo, por los paseos campestres, ambos pintan acuarelas y óleos. Antes del retiro vacacional para seguir su viaje en Marruecos -un destino que muestra en este tiempo de revueltas norteafricanas la utilidad diplomática de la monarquía británica- el príncipe y la duquesa tendrán una agenda cargada en Madrid y Sevilla.

Juicio popular

La monarquía británica, que es percibida como una institución útil por una gran mayoría de británicos y que ofrece además el anclaje simbólico a una élite militar y funcionarial que jura su servicio a 'Queen and Country' (a la corona y al país), es sacudida por episodios en los que la conducta de los miembros de la familia es puesta en cuestión.

Las misiones comerciales del príncipe Andrés, en las que ha mezclado relaciones profesionales y personales con déspotas o delincuentes sexuales y sobre las que se publican conjeturas por posible beneficio personal -la venta de su casa familiar por un precio exorbitante a un magnate del petróleo que es yerno del presidente de Kazakistán- son el último episodio.

Pero nada en el reinado de Isabel ha sacudido a la casa de los Windsor como un desgarro sentimental. El fallido matrimonio de Carlos y Diana y la muerte prematura de esta última fue el colofón de una historia, primero rutilante y después desangelada, que dejó maltrecho al príncipe, quien muy a su pesar no solo responde ya de sus acciones según los cánones clásicos sino ante el juicio popular y severo en el universo de las celebridades, que las casas reales ocupan también en el mundo contemporáneo.

En ese universo, Camila no compite con la joven Diana. Ha recurrido a las artistas del maquillaje y a los diseñadores de ropa para presentar ante las cámaras una imagen que resista mejor el perpetuo foco sobre sus actividades, pero su papel no es comparable. «No es querida, pero se la empieza a considerar como adecuada», decía sobre ella un artículo publicado por una periodista sin arrobamientos monárquicos.

Se ha escrito también que Felipe, duque Edimburgo, marido de la reina, ha explicado alguna vez que es tal el ensimismamiento que produce la presencia de la realeza entre la gente común que uno de cada cinco hombres hace una reverencia a la reina al verse ante ella, doblando sus rodillas según la norma que el protocolo reserva a las damas. Es algo que posiblemente no ocurre con la duquesa de Cornualles, que ha mostrado al menos su eficacia mientras se extiende su fama como una mujer afable.