Alfonso de Portago, precursor de Alonso, vivió 28 años al límite
Actualizado: GuardarEl próximo domingo, en el circuito australiano de Albert Park, Fernando Alonso recuperará una liturgia fascinante y minuciosa: el piloto asturiano se enfundará el mono rojo, se ajustará el casco, acariciará el volante extraíble, con sus cuarenta botoncitos de colores, y se acomodará en el asfixiante habitáculo de su coche. Bajo la figura casi sagrada del 'cavallino rampante', Alonso, subcampeón del año 2010, se dispondrá a reverdecer los venerables laureles de la escudería Ferrari. Y en ese momento mágico de la temporada, cuando los motores se sueltan, los semáforos se iluminan y todo parece posible, sobre el cielo de Melbourne planeará el espíritu travieso e irrepetible de don Alfonso Antonio Vicente Eduardo Ángel Blas Francisco de Borja Cabeza de Vaca y Leighton, marqués de Portago y conde de La Mejorada, tataranieto del conquistador de La Florida y ahijado del rey Alfonso XIII: el primer piloto español que tuvo el honor de correr para la escudería Ferrari.
Alfonso de Portago (Londres, 1928-Guidizzolo, 1957) se mató a los 28 años, cuando disputaba las Mil Millas de Brescia, pero en apenas tres décadas de vida logró redondear un currículum imposible: fue campeón de Francia de hípica, corrió el Grand National, montó un equipo de bobsleigh, participó en unos Juegos Olímpicos de invierno, aprendió a manejar aviones y acabó sentado en un bólido de Fórmula 1, luchando en la carretera contra gigantes como Juan Manuel Fangio o Stirling Moss. Por si no tuviera bastante con sus hazañas deportivas, el marqués de Portago se casó joven, tuvo tres hijos y engañó a su mujer con dos bellezones de órdago: la americana Dorian Leigh, primera 'top model' de la historia, y la mexicana Linda Christian, actriz de Hollywood, esposa del galán Tyrone Power y madre de la cantante Romina. «Si muriera mañana, al menos habré vivido 28 maravillosos años», profetizó días antes de estrellarse en Guidizzolo, un pueblecito de Mantua, cuando volaba con su Ferrari a 240 kilómetros por hora.
«El primer James Dean»
Alfonso nació en Londres en 1928, hijo de un aristócrata español y de una multimillonaria dama irlandesa. Aunque los marqueses de Portago (o Portazgo) poseían un hermoso palacio en la calle Serrano de Madrid, Fon, como le llamaban sus amigos, pasó casi toda su infancia en la villa familiar de Biarritz (Francia). Probó la natación, el tenis, la pelota vasca, el boxeo, el polo, la esgrima, el golf, el hockey..., pero su debilidad siempre fueron los caballos. Practicaba la carrera de obstáculos, con notables resultados: fue campeón de Francia en dos ocasiones (1950-1952) e incluso participó en el Grand National británico, la justa ecuestre más resonante y glamurosa del mundo.
Pero Alfonso, que ya había crecido demasiado para ser jinete (1,83 metros), engordó de repente varios kilos. Intentó hacer dietas y bajar de peso, hasta que se hartó de pasar hambre y decidió buscarse otras aficiones. De esta época data la anécdota más pintoresca del marqués, de la que corren mil versiones. Dicen que, cuando se afincó en Nueva York, se apuntó a un curso para obtener la licencia de piloto de aviación. Estaba ya a punto de conseguirla, pero le pudo su afición por el riesgo: se apostó con un compañero 500 dólares a que era capaz de pasar con su avioneta bajo un puente. Lo hizo. Ganó la apuesta, aunque sus examinadores le pusieron una cruz y jamás consiguió el permiso oficial de vuelo. «No sé si es cierto, pero me cuadra con su personalidad», sentencia su biógrafo, Fernando Domenech. «No por el dinero, que le daba igual, sino porque siempre estaba buscando retos imposibles».
Domenech lleva más de veinte años investigando sobre la vida del marqués de Portago. Su libro, que acaba de ser editado, ganó el XI premio de la Fundación RACE. «Me atrajo su forma de ser -explica Domenech-. Era multimillonario, noble, hablaba cuatro idiomas, tenía unos modales exquisitos y vivía a caballo entre París, Madrid, Nueva York y Biarritz. Pero solía ir sin afeitar, vestía cazadoras de cuero y amaba el riesgo. En cierto modo, fue un precursor de James Dean». Hace unos meses, el programa 'Informe Robinson', de Canal Plus, desempolvó una entrevista radiofónica que el marqués de Portago concedió en 1957. «La vida es algo maravilloso -decía-. Aunque viviese cien años, no tendría tiempo para hacer todas las cosas que quiero hacer. No tengo tiempo que perder».
Y no lo perdía. Aficionado a la nieve y asiduo de la estación invernal de Saint Moritz, un buen día se quedó prendado de los muchachos que se lanzaban con un trineo por el circuito de skeleton. Aquella insensata mezcla de hielo y velocidad le cautivó. Tras bajar varias veces por la pista y probar aquella brutal descarga de adrenalina, concibió un reto absurdo: montar un equipo español de bobsleigh y participar en los siguientes Juegos Olímpicos de Invierno, que se iban a celebrar en 1956 en Cortina d'Ampezzo (Italia). Fon reclutó a su primo Vicente Sartorius (padre de Isabel) y a otros amigos de la alta sociedad madrileña, compró el trineo y los aparejos y formalizó la inscripción en la cita olímpica. Durante los entrenamientos oficiales, los demás competidores se reían a carcajada limpia de las frecuentes caídas de aquella extraña tropa española. Sin embargo, el día de la competición firmaron una carrera impecable: Portago y Sartorius rozaron la medalla en bobsleigh a dos -quedaron cuartos- y finalizaron en el noveno puesto (de veinte) en bobs a cuatro. Sus rivales quedaron boquiabiertos. Ha sido la primera y única vez que España ha presentado un equipo olímpico de bobsleigh.
«No sabía cambiar»
Portago amaba la nieve y los caballos, pero no le gustaba demasiado conducir. «Solía decir que no había mejor automóvil que un Ford: grande, automático y confortable», señala Domenech. Pero Alfonso, un intrépido cazador de sensaciones, también quiso comprobar cómo se veían los mojones de la carretera a 250 kilómetros por hora. «Sus primeras experiencias fueron frustrantes -puntualiza su biógrafo-. En los años 50 apenas había circuitos, no soportaba que se rompieran los coches y tampoco tenía técnica de conducción». Acostumbrado a los coches automáticos, ni siquiera sabía cambiar las marchas. Destrozó algunos embragues, aunque pronto comenzó a llamar la atención por su osadía: «Hay que arriesgarse para convencer a las marcas -decía-; si se escapa de la muerte los dos primeros años, la mitad de la batalla está ganada».
Enzo Ferrari, el patriarca de la escudería italiana, enseguida le echó el ojo, pero le sometió a un periodo de aprendizaje. Con un coche desfasado fue puliendo su técnica hasta que el patrón le vio preparado para dar el salto. En 1956 explotó: fue segundo en Silverstone, en el Gran Premio de Inglaterra, y un mes después ganó el Tour de Francia de automovilismo. Portago estaba listo para su mayor desafío: «Iba camino de ser campeón del mundo», subraya Domenech. Incluso Fangio, el gran dominador de la Fórmula 1 en aquellos años, advertía el enorme potencial del piloto español, al que rodeaba una aureola de conductor temerario, casi suicida.
Pero la biografía de Alfonso de Portago se quebró de repente, en un pueblecito italiano, mientras disputaba las Mil Millas de Brescia. Una carrera peligrosa y muy popular: «Era una fiesta. Había muchísimos coches inscritos y competían desde los Fiat 600 a los Ferrari. Portago llevaba un Testarrossa de 400 caballos. Imagínate correr con ese bólido por las carreteras italianas de aquel tiempo», evoca Domenech. El marqués apretaba el acelerador de lo lindo e iba en puestos de cabeza, pero cuando llegó a Roma, decidió frenar de repente. Para desesperación de su equipo, Alfonso detuvo el coche, buscó a su amante, Linda Christian, que estaba entre el público, y la besó. Aquel gesto romántico, de caballero andante, se convirtió en el mejor epitafio del marqués de Portago.
Unos kilómetros más adelante, en la recta de Guidizzolo, el Ferrari de Alfonso, que viajaba a 240 kilómetros por hora y resistía como podía el acoso de sus rivales, pisó la mediana de la carretera, dio varias vueltas de campana y aterrizó sobre la cuneta. Portago, su copiloto Ed Nelson y nueve espectadores (cinco de ellos niños) murieron. La tragedia mereció grandes titulares en los periódicos de todo el mundo, se abrió una investigación judicial y la República Italiana suprimió para siempre las Mil Millas de Brescia.
Cincuenta años después de aquel final sobrecogedor, casi nadie recuerda ya la asombrosa historia del marqués de Portago: el insólito precursor de Fernando Alonso.