DESHORA
Actualizado:Que nadie nos cuente más eso de que el reloj de España funciona como Dios quiere porque no podemos suponerle al presunto Hacedor algunos descuidos horarios. Se sabe que si la Justicia, con mayúscula, es tardía, se convierte en la mayor de las injusticias y ahora nos dicen que la condena a muerte dictada contra el poeta Miguel Hernández, pastor de cabras y de endecasílabos inmarchitables, «podría ser anulada». Es patético, si no fuera grotesco. La tal condena se dictó en enero de 1940, cuando era muy joven el que trajo al nacer «un ruiseñor manchado de naranjas» y un hilo de incorruptible canto. Cárcel y muerte le dieron las Españas, como a tantas y tantas personas que combatieron en uno y otro bando en aquella época. Venía ya «herido y malherido, sangrando por trincheras y hospitales», pero cuando muere un poeta de su calibre el mundo vale menos.
El Tribunal Supremo no puede declarar la nulidad porque la sentencia del Consejo de Guerra jurídicamente no existe. Dicho de otra manera: carece de toda vigencia. En fin, son cosas de aquel tiempo terrible que parece no tener final. La Memoria Histórica también sufre de Alzheimer a tiempo parcial y solo las grandes figuras de la lírica tienen posibilidades de ser recordadas, ya que el arte es más duradero que la jurisprudencia.
Cuando murió Miguel Hernández yo tenía doce años y unos treinta cuando fui con Leopoldo de Luis a llevarle unas flores a su viuda. Estábamos en Elche y Leopoldo, que además de un poeta excelente era una persona ejemplar, me llevó al modestísimo taller de costura de Josefina Manresa. Le dijimos que compartíamos la afición de su marido y la devoción por su obra. Nos habló con gratitud de Vicente Aleixandre. Sospeché que no tenía muy clara conciencia de quien fue su marido. Solo de que le seguía queriendo. «¿Cómo era Miguel?», me atreví a preguntarle. -«Él siempre con sus versicos», dijo.