«A un kilómetro de una central... y con apagones»
Actualizado:Santa María de Garoña se acuesta pacíficamente sobre el río Ebro. No da miedo. No sale ninguna humareda ni hay aparatos fantasmagóricos ni se encuentran policías en cada esquina. Uno puede conducir por la carreterita que lleva a la central sin que nadie le eche el alto ni le exija explicaciones. Junto a la valla de acceso al recinto nuclear, cuelga una pancarta enorme, con dibujitos alegres, como de fiesta infantil: «Feliz 40 Aniversario -se lee-. Y que cumplas muchos más». Mientras su hermana gemela, la central de Fukushima, se deshace en pedazos, Santa María de Garoña hierve el uranio con tranquilidad y sin sobresaltos. Ni los más viejos del lugar han sentido temblar la tierra alguna vez, así que los vecinos del valle creen que los terremotos son fenómenos exóticos, tan pintorescos y ajenos como las pirámides de Egipto o las pagodas de Japón. Las versiones oficiales dicen que todos los ciudadanos de la comarca claman por la continuidad de Garoña, cuyo cierre está previsto para el año 2013, pero un simple paseo por estos pueblecitos minúsculos, casi deshabitados, descubre que hay opiniones para todos los gustos. Muchos ya están un poquito hartos de la central.
A Benito Vadillo, por ejemplo, le preocupa mucho más su artrosis y el precio del pienso («¡40 pesetas el kilo!») que las fugas radiactivas en Fukushima. Benito nació en Gurendes (Álava), pero lleva 31 años viviendo en Santa María de Garoña. Tiene una casa, 175 ovejas, tres perros y un transistor de la marca Sony que lleva siempre en un bolsillo. El ganado pasta ahora en una finca que cae hacia el río, muy cerca del reactor nuclear. Benito no siente miedo y acepta el peligro sin angustias: «Qué le vas a hacer. Si te viene algo, te viene. Y no hay más cojones».
-¿Y no le han nacido corderos con dos cabezas?
Quizá Benito sea un poco peliculero porque los científicos insisten en que una central nuclear, salvo que se rompa, no contamina el entorno. Por si las moscas, cada cierto tiempo los técnicos de Garoña se pasean por las fincas del valle recogiendo caracoles y verduras que luego analizan en sus laboratorios. Pero al pastor no le importan los datos científicos ni las estadísticas ni la dependencia energética: «Si en el año trece la cierran, pues que la cierren. No crea que lo vamos a notar mucho. ¡Si casi todos los trabajadores de la central viven fuera! Echan aquí sus horas y luego se marchan a Vitoria o a Miranda de Ebro».
Animados por Benito, los periodistas cogen el coche y se van al bar de José, en Barcina del Barco, un par de kilómetros río arriba. Su propietario se hartó un buen día de vivir en la ciudad y decidió mudarse al valle de Tobalina: «Llevaba 22 años en Bilbao y tenía trabajo fijo, pero esta comarca me enamoró. Le vi unas posibilidades tremendas. ¡Ni siquiera sabía que aquí había una central!». Mientras prepara unos bocadillos de tortilla de chorizo, la televisión emite unas imágenes de la central de Fukushima, desconchada, humeante y terrible. Los parroquianos ni las miran. Juegan a las cartas o conversan en la barra. «Aquí la gente no está asustada por la central -explica José-. Les asusta más la avalancha de periodistas».
En ese momento, un hombre alto, enjuto, de pelo cano y con un mono azul de Nuclenor entra en el bar. Pide una copita de coñac. No le apetece decir su nombre ni se deja fotografiar, pero accede a contar su historia: es vecino de la zona y lleva 37 años trabajando en el mantenimiento de la central. «Viviendo ahí dentro, se tiene mucho menos miedo -sentencia-. Cuando la gente la ve, se da cuenta de que les han contado muchas mentiras». El obrero confiesa que las noticias sobre Fukushima se han convertido en un tema de conversación frecuente en los intestinos de la planta, pero sin hacer comparaciones «insensatas»: «Aquí se siente lo que ha pasado en Japón, claro, pero mezclarlo con Garoña es juntar churras con merinas». En su opinión, la polémica sobre prolongar o no la vida de la central es simple «palabrería política»: «Vamos a ver -dice-. Si el Consejo de Seguridad Nuclear lo da por bueno es como si pasas la ITV y te dicen que todo está bien. No debería haber nada que más que añadir», zanja.
«Ni se comenta»
La central nuclear se asienta en un municipo muy extenso, formado por 37 pueblecitos. Entre todos apenas suman mil habitantes. Unos 300 vecinos residen en la capital del valle, Quintana Martín Galíndez, que tiene un caserío más lustroso, con ayuntamiento, residencia de ancianos, centro de salud, tiendas y sucursales bancarias. Los habitantes de Garoña, de Cuezva o de Santa María tienen ojeriza a los de Quintana: piensan que todo el dinero de la central nuclear se ha quedado en la capital, mientras sus aldeas agonizan entre el barro, la maleza y la incuria de los políticos. En la parada del autobús, bajo una marquesina metálica, María Céspedes (18 años), Aída Fernández (16) y Andoitz Cabra (16) se resguardan del frío viento de marzo. Han quedado para hablar de sus cosas. No parece haber muchas diversiones cerca: «Bueno, a veces vamos a Medina de Pomar», se resignan. Los padres de Aída llegaron desde Sahagún (León) hace meses para trabajar en la central, pero ni ella ni sus amigos suelen pensar mucho en la planta nuclear. «Cuando llevas toda la vida aquí, te acostumbras», razona María.
Los socios del casino 'El progreso tobalinés', que este año festeja su centenario, tampoco prestan atención a los sucesos de Fukushima. «Hay más preocupación por el cierre de Garoña que por que pase algo», aclara Isaac Gómez, de 67 años. Entre cortado y cortado, la regente del bar, Pilar López, se sienta a una mesa y borda pacientemente, con punto de cruz, una gigantesca imagen de la catedral de Burgos. La empezó hace diez años. «La nuclear ni siquiera es tema de conversación -aclara-. Bueno, ahora un poco más, pero porque vienen los periodistas. Ya han estado aquí los de Antena 3, los del Canal 10, ustedes...».
Se respira paz en el valle. Quizá demasiada. «Toda la del mundo», confirma José Vílchez, prejubilado de 63 años. José vive en Arrigorriaga (Vizcaya), pero pasa largas temporadas en Orbañanos, una aldea del lugar. «Ayer en todo el día solo vi a dos seres humanos: a esta de aquí (Lola, su mujer) y al pastor, que lo vi de lejos».
«Por ahí tengo el librito»
Si Garoña se rompe, los habitantes de la comarca deben seguir un protocolo exacto y prolijo. En todos los pueblecitos, una señal amarilla y negra indica el 'punto de reunión' en caso de emergencia nuclear. Ahí les repartirán, previa presentación del DNI, pastillas de yoduro potásico para prevenir el cáncer de tiroides y de ahí les irán evacuando en autobuses o helicópteros. Pero no parece que las cosas vayan a resultar tan fáciles. «Yo no sé ni dónde había que ir. ¿A la fuente? Ya no me acuerdo», confiesa Andoitz. «Los mocetes tiraron las pastillas hace ya años», aseguran los vecinos de Cuezva. «Por ahí creo que tengo el librito de emergencias que nos mandan los de Nuclenor», anuncia Carmen Murga, de 44 años, residente en Garoña. Carmen abre la puerta de su casa, busca en una habitación, luego en otra y luego en otra. Ni rastro del librito. «Bueno, al menos sé dónde están las pastillas».
Carmen, natural de Santurtzi, se instaló en el valle hace ocho años. Su marido, Fernando, carpintero ebanista, va y viene todos los días a Bilbao, donde trabaja. Ella es feliz en estas soledades: tiene perros y gatos, construye su propia casa, echa leña al fuego, se mete en internet cuando quiere... «Esta paz no se paga con dinero».
- ¿Y no le dio reparo venirse aquí?
Cada dos años, a Carmen y a sus vecinos les toca simulacro. Suenan las sirenas, van al punto de encuentro, entregan el DNI y el alcalde les da caramelos. «¡No vamos a tomarnos las pastillas de verdad!», se justifica. Una vez hasta llegó un helicóptero. «Alguno se montó, pero a otros les daba miedo». Carmen se toma el protocolo a guasa y siente curiosidad por las nuevas medidas de seguridad que se anuncian: «Dicen que ahora van a hacer pruebas de resistencia a los maremotos. ¡Aquí un maremoto! Eso sí que me gustaría verlo», se ríe.
Cuenta la leyenda que vivir al lado de un reactor nuclear trae suculentos beneficios a los pueblos colindantes. «Pues como no sea en Quintana», protestan Amalia González (70 años), Genaro González (69) y Francisco Cadiñanos (64): «En Cuezva, pasamos los primeros veinte años de la central casi sin luz, con la corriente todavía a 125 -cuentan-. Había tres frigoríficos en el pueblo y no podían funcionar dos a la vez porque nos quedábamos a oscuras. Y eso a un kilómetro de una central nuclear». Milagros Fernández, de 84 años, comulga con ellos: «Hombre, echaron un poco de cemento... Nada más. Yo estuve en la inauguración. Nos dijeron que era solo para veinte años», recuerda con algo de sorna.