Firmantes
La rúbrica no solo nos compromete, sino que también nos delata
Actualizado:Quizás el símbolo más raro de todos los que manejamos en nuestra vida cotidiana sea el de la firma: firmas cualquier cosa y, a causa de un simple garabato, pueden quedar comprometidos tu presente y una proporción variable de tu futuro, y en ocasiones no alcanzas a calcular hasta qué extremos.
Toda firma implica una temeridad, porque da legitimidad y permanencia a una voluntad momentánea que podría modificarse al cabo de unas horas, pero que la firma en cuestión vuelve casi siempre inmodificable. Somos indecisos, mudables, propensos al arrebato y condenados al arrepentimiento, pero la firma nos aboca a veces a la inmutabilidad de nuestras decisiones, porque hemos otorgado a una mera rúbrica un valor sagrado como símbolo, hasta el punto de que una marca caligráfica tiene más fuerza legal que las rectificaciones de una conciencia: lo firmado sigue vigente a despecho de un posible cambio de voluntad del firmante.
Firmas una hipoteca, pongamos por caso, y eres dueño de una casa de la que no eres dueño, y esa firma te compromete a pagar no solo la vivienda, sino también a pagar intereses al banco que te ha prestado el dinero que no tienes para pagar la casa de la que en realidad no eres dueño: la posees a efectos prácticos, pero a efectos legales eres un propietario provisional y condicional. Firmas un papel y, nada más rematar el último trazo de la rúbrica, ya estás casado, y esa simple firma te hace perder la condición de aparejado de hecho, de soltero o de amancebado pecaminoso y te hace ingresar en una nueva situación personal, social y jurídica de la que sólo podrás salir con otra firma: el círculo perfecto. Vas al supermercado, llenas un carro, acudes a la caja, le das una tarjeta de plástico a la cajera, ella te pone un papelito rectangular por delante, lo firmas y ya tienes vía libre para llevarte el contenido del carro, como si la firma fuese un 'ábrete- sésamo' de efectos prodigiosos. Te llega una carta con acuse de recibo, firmas la tarjeta endosada y, a los pocos días, el remitente recibe la tarjeta con tu firma, que da fe de la recepción de la carta, para tranquilidad del emisor y para intranquilidad tal vez del receptor, sobre todo si el remitente es la Agencia Tributaria o similar, porque sabes que con la firma estás pillado y que negarte a firmar sirve al final de poco: una moratoria para una angustia indefinida. Por si faltase algo, las firmas pueden falsificarse, como casi todo en este mundo, y esa vulnerabilidad le otorga una cualidad aterradora y mágica: la suplantación de una personalidad mediante un garabato. Una personalidad que los peritos psicografológicos pueden adivinar según los trazos sean góticos o barroquizantes, redondeados o puntiagudos, apretados o expansivos. La firma, en fin, no solo nos compromete, sino que también nos delata.
Dicho lo cual, comprenderán ustedes que estoy por no firmar este artículo.