vuelta de hoja

Le llamamos legalidad

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No puede haber buen vasallo, aunque haya buen señor. La sumisión no se lleva y lo que está ocurriendo en el mundo, que es ancho y ajeno, a pesar de ser propio, es un amago de subversión de la obediencia. ¿Qué pasaría si a todos los que nos dictan normas injustas respondiéramos que no nos da la gana obedecerlas? No hay patrón sin marineros. Y menos en los tiempos de marea alta. La justicia, que como todo el mundo sabe, sobre todo los que tienen sed de ella, no debe confundirse con la legalidad. La primera es de índole divina y no comparece con frecuencia por este planeta suburbano y la otra está a merced de los más o menos efímeros gobernantes. Hay cosas que son legales, o sea que se ajustan a lo prescrito, pero que no tienen la menor cercanía con el concepto de justicia. ¿Quién puede darle a cada uno lo que le corresponde? Somos tantos que no cabríamos a nada.

Conviene retrasarla, que es la táctica empleada con éxito por todas las religiones. «Mucha tinta y mucho papel, pero justicia Dios la dé», dice nuestro terrible refranero. Aunque se considere la más excelente de todas las virtudes, sus cultivadores son escasos o bien tienen poca suerte a la hora de la cosecha. ¿Es lícito desobedecer las leyes injustas? No sé si podríamos considerarnos unos buenos ciudadanos si nos obligaran por decreto a caminar con un pie por la acera y otro por la puñetera calle, quiero decir por la calzada, que es el camino empedrado. Sospechamos que su pavimentación está hecha con los sobrantes del pétreo rostro de algunos gobernantes. Jamás se nos han dado tantas órdenes, no se nos han prohibido tantas cosas menores, ya que en tiempos dictatoriales no había equívocos y estaba proscrito todo lo que no era obligatorio.

Habría que declarar ilegales a algunas leyes. El límite de velocidad a 110 kilómetros ha corrido tanto que ya ha llegado al Supremo, mientras que la Guardia Civil denuncia presiones de Tráfico para multar más y mejor. Eso sí, dentro de la legalidad. Ahí cabe todo.