Elegancia en los gestos. Rubén Olmo dejó toda la danza que lleva dentro sobre el escenario. :: ESTEBAN
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La danza de Olmo llegó al alma

El bailaor acertó en exponer pasajes y escenas alternando la vitalidad del flamenco con la pulcritud y belleza propias de la danza más clásica

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Es ineludible que cada año nos toque disfrutar de una muestra de danza en estado puro. Todavía hay quién no comparte que un festival flamenco introduzca este perfil de baile. Nada más evidente que la realidad. El festival jerezano es baile en toda su extensión y por ende la danza entra de lleno.

Rubén Olmo ha traído un ejemplo de lo que hay que hacer encima de un escenario. A pesar de ciertos matices que habría que objetar, el conjunto de la obra ha estado de sobresaliente para arriba. Desde el comienzo, Olmo ha sabido mostrar la complejidad de cómo llegar a elaborar un trabajo loable. Lo que viene a ser un boceto de baile clásico con aderezos flamencos que aparecían y desaparecían. Pero, en esencia, danza. Un paseo por la dicha de lograr un objetivo, el de superarse a sí mismo. Diferentes escenas han conformado la obra. Pasajes que desde diversos prismas han tocado los fundamentales pilares del baile. Desde un homenaje a los grandes del flamenco -Mario Maya, Vicente Escudero, Gades, Carmen Amaya- hasta pararse magistralmente en la silueta de Manuela Vargas.

Antes la saeta 'Cristo de los gitanos' interpretada por Moi de Morón con la banda San Juan de Jerez, que ha subido a cerca de cincuenta músicos al proscenio para dar cobertura al baile electrizante de Olmo en la figura de Cristo.

Más intensidad en el homenaje a Manuel Vargas. El bailaor con atuendo femenino, traje de flamenca y volantes para dar vida de forma impecable a Manuela por mirabrás. Por momentos estuvo allí. Esta escena y la falsa farruca con gaitero (Rubén Díez) ya valieron todo el espectáculo. A partir de aquí la obra fue a menos. Las coreografías grupales estuvieron fabulosas, pero abusar de ellas tiene una recompensa negativa. La guajira bailada por el elenco femenino brilló con luz propia, al igual que los tangos que se marcó Patricia Guerrero. Los fandangos y los jaleos, a pesar de contener coreografías de gran calibre, no hicieron sino desfigurar el motivo de la obra. Y no es que estuvieran mal, pero para el conjunto de la obra sobraron algunas de ellas, o mejor haberlas alternado con la danza de Olmo.

A pesar de ir de más a menos, Rubén supo cómo atrapar al público, que lo iluminó con sus aplausos. Una silueta esbelta, con maya verde y mantón gigante. Una iluminación escogida a conciencia y humo flotando para hacerlo flotar a él. Una sencilla pero impresionante coreografía final nos dejó exhaustos. Aquí expuso su alma al servicio del baile contemporáneo. Se dejó llevar para abandonarse y conseguir enseñar su interior y sucumbir a la danza clásica, entrando en un éxtasis final que dejó paso a un fin de fiesta por bulerías, como colofón de muestra flamenca.