Tribuna

Cultura cívica

CATEDRÁTICO DE DERECHO POLÍTICO Actualizado: Guardar
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En realidad, abordar con cierto detalle este tema nos llevaría a partir de muy atrás, menester que aquí no podemos hacer de forma puntual. Nada menos que el recuerdo a la preocupación que Aristóteles se plantea al abordar el tema de la estabilidad de un régimen político y los factores que en ello influyen, llega a la conclusión de que, entre todas ellas, la más importante es «la educación de acuerdo con la forma de cada régimen» (monarquía, oligarquía o democracia). Cada una de ellas posee su catálogo de valores y actitudes que han de ser asumidos y practicados por los ciudadanos. Si no es así, únicamente queda la fuerza, que acaba por no servir perpetuamente y el régimen fracasará en sus pretensiones de continuidad. Educación o socialización acorde con el régimen. La afirmación del estagirita se repetirá desde entonces, de una forma u otra, a lo largo de toda la doctrina política: Séneca, Bodino, Maquiavelo, Montesquieu y el mismo Marx. Pues bien, muchos años después, cuando, a tenor de la universalización de la democracia que se produce al final de la Segunda Guerra Mundial, todos los estudios que se han esforzado en definir claramente el contenido fundamental de cualquier tipo de democracia, han considerado como uno de elementos ineludibles la presencia de un alto grado de cultura cívica.

No resulta del todo fácil sintetizar el contenido de esta expresión, ni de esta necesidad. Bajo su denominación caben no pocos perfiles. Las dos palabras que integran la afirmación son medianamente expresivas. Pero, al unirlas y, sobre todo, al considerarlas desde el punto de vista científico-político, el tema se dificulta. Por ello, vaya nuestra consideración de las dos vías en que la cultura cívica toma sentido.

En primer lugar, la relación entre el 'cives' (el ciudadano) y lo que constituye su incardinación en esa solemne regulación de la vida de la sociedad: el Estado. En la antigua Roma, se trató del 'bárbaro', durante tiempo viviendo en las fronteras, hasta que consigue llegar a ser romano y así consigue tanto las ventajas de su nuevo estatus, como las obligaciones derivadas del Imperio. O, durante siglos en los que la persona es 'súbdito' en el llamado Antiguo Régimen hasta que con el Nuevo (Revolución Francesa, en general y nuestra Constitución de 1812) pasa a ser 'ciudadano', con idéntica mezcla de derechos y deberes. Curiosamente, en nuestro país, pionero en la construcción de la unidad nacional, siempre se viene produciendo un cierto desapego hacia el Estado. En el terreno ideológico, lo de «servir profesionalmente al Estado» ha sido algo mucho peor valorado que la llamada libre competencia en las actividades 'no oficiales'. Esto segundo tiene riesgo, lo primero goza de estabilidad. Es lo que se arguye. Y, por ello, en la práctica, el 'engaño' al Estado se convierte en menester habitual en no pocos terrenos: declaración de renta, evasión de pagos de impuestos, exportación de capitales, el tradicional estraperlo, las cien formas de eludir el servicio militar cuando era obligatorio, copias y 'chuletas' en los exámenes, recomendaciones en todo tipo de oposiciones, etc.. Todo esto, es claramente, una gran ausencia de cultura cívica con respecto al Estado. Hemos tardado mucho tiempo en asumirlo. Y cuando se hace, se interpreta como algo un tanto extraño. Algo que 'invade' molestamente la supuesta libertad de un mundo que se desarrolla bajo un añorado liberalismo que vivirá mucho mejor sin la 'intromisión' del Estado.

Y, en segundo lugar, la ausencia de esta cultura cívica entre los mismos ciudadanos. En la forma de concebirlos y, cuando se puede, hasta en la posibilidad de ignorarlos o condenarlos. En este punto reposa uno de los elementos fundamentales para poder hablar de una democracia consolidada. El gran maestro Dahrendorf, al analizar el contenido el pluralismo inseparable de cualquier democracia y pensando en el área de lo político, habla del requisito de «la aceptación del distinto y de lo distinto». Algo que deriva del mismo carácter de relatividad que la verdad tiene siempre en democracia, dado que su aparición suele depender de la siempre variable composición del hemiciclo en que dicha verdad se elabora. Por ello, las opiniones están llamadas a la convivencia, con mayor o menor entusiasmo ante lo establecido. La cultura de la convivencia, la cívica, como sus propias denominaciones apuntan, requieren que el adversario no sea nunca el enemigo. Que el diálogo sea siempre el primer instrumento, con el destierro de la fuerza o de la violencia. Al adversario no se le engaña, como tampoco era culto el engaño al Estado. La honestidad personal, la coherencia, la conducta de acuerdo con lo que se piensa y hasta defiende. El valor superior no es nunca la ganancia económica por encima de todo. El éxito es la consecuencia del diario esfuerzo. Todo ello diseña una sociedad con una alta cifra de cultura cívica. Y desde ella, únicamente desde ella como sedimento, se podrá pregonar la exigencia de los demás, los políticos, comportamientos curtidos en los imprescindibles valores también frutos de la cultura política de un país.