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LA REFORMA

MANUEL ALCÁNTARA
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Siempre les podremos reprochar a los dioses que no crean en nosotros. Al parecer les trae sin cuidado el sufrimiento humano, aunque algunas religiones prometan un combate de revancha, allá en los cielos vacíos, pero no hay que ir tan lejos ni tan alto. Lo que nos prometen ahora nuestros políticos es reformar las pensiones y atrasar la jubilación hasta que su fecha coincida con la de la esquela mortuoria del trabajador. En eso consiste la reforma y la contrarreforma: en equiparar el último sueldo con el último suspiro.

Únicamente a los parados no les preocupa que la jubilación se establezca al borde de los 70 años, que más que un borde es un abismo. El odioso retiro, aunque jubilación venga de júbilo, se acortará en el futuro. No salen las cuentas y dependerá de lo que llaman «esperanza de vida», una expresión equívoca. ¿Es una bendición de los mencionados dioses vivir largos años? Lo sería, quizá, si no vinieran del brazo de los agravios de los almanaques, o sea, si pudiésemos prescindir de los calendarios. ¿Por qué le llamamos esperanza de vida a la época donde no tenemos nada que esperar, salvo la visita de la dama pálida que nos salude con su mano de nieve? La muerte ha sido muy calumniada por gente que nunca ha convivido con ella y no sabe cómo es, pero algunas personas la han añorado mientras vivían. «Mi vida acabe y mi vivir ordene», dijo Quevedo.

Al margen de estas elucubraciones metafísicas, la futura modificación de las pensiones es una cabronada. A quienes tengan derecho a la jubilación les va a dejar unas cuantas semanas nada más para que aprovechen su bien o mal ganado descanso. El llamado sistema se ajustará cada lustro a partir de 2027. Ahí me las den todas, pero cuando merezca el nombre de antepasado me pondrán como un trapo. Lo hemos hecho muy mal y vamos a dejar un mundo incluso peor que el que recibimos.