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La isla del «hermano líder»

MADRID Actualizado: Guardar
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Lo de Libia, sobre todo si la revuelta llega a término y consigue cambiar el régimen, sería la gran sorpresa de la marea de protestas que se extiende por el mundo árabe. En la mañana del viernes hay ya un elevado número de muertos (hasta 24 según “Human Right Watch”) y muchos heridos y detenidos y si el gobierno no está cerca de un colapso inminente y parece dispuesto a ofrecer resistencia no es menos cierto que ha sido incapaz de detener la activa y crecida oposición con su mezcla de retórica pseudorevolucionaria y medios policiales.

Eso es como decir la marca de la casa, la seña de identidad de un sistema institucional inclasificable, basado en la jefatura personal de un hombre, Muammar al-Gaddafi que va a cumplir 68 años en junio y lleva nada menos que casi 42 al frente del país: cuando tenía solo 27 y era capitán, el joven encabezó a un grupo de oficiales revolucionarios y derrocó la monarquía. Eso fue en unas horas y sin sangre, el primero de septiembre de 1969.

No fue una gran proeza: el rey era el primero y fue escogido en 1951, fecha de la independencia tras la victoria británica y la derrota de los italianos, que habían hecho del territorio una colonia desde la invasión de 1911. Era un viejo enfermo ausente del país en ese momento y cuyo único mérito real era ser el jefe de la familia Senoussi, hostiles a la presencia otomana y, en realidad, una orden sufí fundada a finales del XVIII por el abuelo del sobrevenido monarca.

Experimentalismo teórico

Así, el capitán (y pronto, coronel) se vio líder de una revolución cuyo único programa era terminar con la completa subordinación de hecho a Londres (y, por interpósita persona, a Washington) que ejercían el poder real tras el trono y disfrutaban de importantes facilidades militares, sobre todo la gran base aérea de Wheelus. Todo eso acabó en unos días y el régimen se declaró revolucionario, fascinado su jefe por la persona y la obra del coronel Nasser en el vecino Egipto.

Y en seguida empezó el fantástico itinerario político y personal de Gaddafi, hoy decano de los líderes mundiales (excluidos algunos reyes que reinan y no gobiernan y son ancianos respetados, como Bhumibol de Tailandia).

Y con el itinerario comenzó también la extraña aventura intelectual en que se metió el coronel, quien inauguró hasta un vocabulario nuevo mientras se decía partidario de una suerte de “tercera vía” entre el estatalismo socializante y el liberalismo: se hizo llamar hermano líder y guía. Y así ha sido hasta hoy y lo es porque así lo dispone, de hecho, la obra teórica que se marcó el capitán devenido político y contenida en el afamado “Libro Verde”, un pequeño manual dividido en tres partes que pretende resolver todos los problemas de la representación política, el control popular, la gestión económica y la estabilidad social.

El experimento daría lugar en 1977 a la así llamada “Yamahiría Arabe Libia Popular Socialista”. “Yamahiría” vale, más o menos, por “república”, aunque una traducción algo más sofisticada prefiere “estado de las masas”, una noción familiar en el “Libro Verde” y base de su crucial concepto de “Tercera teoría universal”, que cierra el libro.

De lo pintado a lo vivo

Mal que bien, Gaddafi fue tirando y con una cadena de “comités populares de base”, nombre rimbombante para las terminales de lo que era, de hecho, un partido único más las rentas del petróleo se las ingenió para sobrevivir sin muchas dificultades. Superó la muerte de Nasser y el giro copernicano hacia los Estados Unidos de su sucesor, Anuar al-Sadat, y aunque miembro de la Liga Árabe, giró su atención más bien hacia el Sur, hacia Africa.

Se habría hecho casi olvidar durante mucho tiempo de no haber sido por la participación de sus servicios secretos en el atentado terrorista contra un avión civil americano que cayó en Lockerbie (Escocia) en 1988 y mató a todos sus pasajeros. El aislamiento del régimen que siguió a este hecho le complicaron mucho las cosas, más en realidad que el único complot conocido contra él, una sublevación de jóvenes oficiales que intentaron asesinarle en 1993.

Quiso dotarse, torpemente, porque el intento fue conocido pronto, de armas atómicas a base de compras en el mercado negro (Norcorea al fondo) y lentamente fue asumiendo, milagros de la vejez, que le convenía cambiar de rumbo.

Ya bien entrado el siglo XXI hizo las dos cosas que debió hacer mucho antes: abandonar con todas las garantías su programa nuclear incipiente y arreglar, con indemnizaciones millonarias después de entregar a un funcionario responsable para que fuera juzgado en Europa, el asunto de Lockerbie. Habían transcurrido algo más de veinte años entre el bombardeo que Ronald Reagan ordenó un bombardeo sobre Trípoli que casi le mata (y mató, de hecho, a una hija adoptiva del coronel) y la visita cordial de la Secretaria de Estado de George Bush, Condoleezza Rice.

Tarde, mal y nunca

Todo eso se acompañó de un fantástico tratado comercial con Italia en 2008 (Berlusconi aceptó pagar 5.000 millones de dólares como indemnización por la inicua ocupación colonial y obtuvo concesiones importantes y un status de primer inversor extranjero) y pareció que el ataque de sentido común del inspirado líder le permitirían morir en la cama… pero cometió el pecado internacional de todos los gobiernos y todos los periódicos: ignoró la aparición de una nueva generación y de los medios electrónicos y gratuitos de obtener, reproducir y comunicar información.

Gaddafi, a su vez, tampoco lo vio, aunque tres de sus hijos, y sobre aquel que se intuye – o se intuía –como potencial sucesor, Saif al-Islam, pasan media vida fuera, son vividores y parecen disfrutar de los placeres occidentales a fondo.

El jefe libio pudo haber organizado, como Ben Alí en Túnez y, desde luego y sobre todos Mubark en Egipto, una transición democrática tranquila y seria desde el poder. Pero Gaddafi, tan incansable teórico, omnipresente, genialoide y extravagante, ni siquiera parece haber considerado tal posibilidad. Tarde, mal y nunca, así ha gestionado su cercana ancianidad: aferrándose al poder desde una legitimidad prácticamente extinguida.