Los egipcios celebran con gritos, lágrimas de alegría y puños en alto la dimisión del presidente. :: EFE
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«Me siento orgullosa de ser egipcia»

La plaza Tahrir estalló de júbilo al grito de libertad al conocer la marcha del 'rais', que borró la decepción del jueves

EL CAIRO. Actualizado: Guardar
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«La libertad es el sentimiento más bello». Ola Sharnuby, con la voz quebrada y los ojos brillantes, se agarra el pecho con ambas manos: «Nos ha costado, hemos vivido una tormenta emocional en las últimas dos semanas, pensábamos que el momento no iba a llegar; temíamos que la revolución, que ha sido limpia y pacífica, podía agotarse, cambiar de rumbo. Pero aquí estamos hoy. Tahrir es hoy el lugar más feliz del mundo».

Han sido dieciocho días de protestas, una revolución breve pero cara, que ha costado más de trescientas vidas y miles de detenidos, pero en la que ha ganado, finalmente, un país. La plaza Tahrir era ayer, por fin, la plaza de la Liberación, con mayúsculas, el corazón de una revolución que estalló de alegría y se desbordó por todo El Cairo, recorrió el Nilo desde el delta hasta el lago Nasser, llegó a los oasis más recónditos y al Sinaí, y llenó de orgullo a todos los egipcios como Sharnuby. «Hoy (por ayer) por fin siento que este es mi país, me siento orgullosa de ser egipcia y de haber redescubierto a mi pueblo», señalaba esta trabajadora social, que bailaba ayer con su marido en la plaza Tahrir.

Junto al Nilo, un centenar de personas corean, abrazados, el «ya habibti, ya Misr» (mi querido Egipto), la famosa canción de los años cincuenta de Shadia que se ha convertido en un himno en esta revolución. Entre ellos estaba Sameh el-Behairy y sus dos hermanas. «Habíamos perdido la esperanza e incluso la confianza en nosotros mismos, pero la revolución nos la ha devuelto.

Clamor del pueblo

Han sido treinta años de injusticia, de corrupción, de pérdida de libertades. Hemos esperado mucho, quizás demasiado», clamaba emocionado este joven, que se sentía liberado, «pero sobre todo, feliz».

El régimen ha hecho todo lo posible por acallar el clamor del pueblo. Lo intentó con la policía, pero el perfume de la libertad que se acercaba era ya más intenso que el de los gases lacrimógenos. Lo intentó cortando las comunicaciones con la esperanza de que la generación Facebook, los jóvenes que han conseguido prender la chispa de la revolución con la que siempre soñaron sus padres, se quedaran en casa. Pero la llama se había extendido ya de los teclados a la calle y a los jóvenes de Twitter se les habían unido ya cientos de miles de personas.

Lo intentó abriendo las cárceles, retirando a la policía y soltando a los baltaguiya, matones mercenarios que acabaron con la poca credibilidad que le quedaba al régimen a golpe de porrazo. Los egipcios no se amedrentaron. Con cada herido se unían miles de personas a la revolución; con cada muerto, pueblos enteros.

«Ahora sabemos que somos fuertes, que nada nos puede parar», se expresa Ahmed Farrag, un joven de 25 años mientras se dirigía a Tahrir con su esposa Sanah y su pequeña hija de cuatro meses. «Ella va a conocer un Egipto muy diferente al nuestro, ahora tenemos esperanzas para ella», aseguraba Ahmed, pasante de un despacho de abogados.

Como Farrag, Hossam Kamal no ha conocido otro Egipto que el de Mubarak. A sus 24 años, este joven científico en paro caminaba a ritmo bravo con varios amigos al grito de «¡voy a casarme!». Kamal no tiene novia, sus amigos tampoco, «pero ahora todo va a cambiar, vamos a encontrar trabajo, ganar dinero y, por fin, podremos casarnos".

Ashraf Hassan, con un traje impecable, barba tupida y una sonrisa que no le cabía en la cara, cruzaba el puente de Qasr al-Nil de vuelta a su casa. De cada mano asía a uno de sus hijos. «Los he llevado a que conozcan lo que es la revolución, pero sobre todo, para que vean lo que los egipcios, unidos, podemos hacer».