Mubarak frustra la esperanza egipcia
El presidente cede poderes a su número dos y promete reformas constitucionales para calmar las protestas
EL CAIRO.Actualizado:Mubarak no está dispuesto a marcharse, ni del poder ni del país. Anoche negó que vaya a dimitir de la presidencia y aseguró que permanecerá en el cargo hasta la elección de su sucesor en unos comicios «justos y libres». Como medida intermedia, anunció que delega poderes en su número dos, Omar Suleimán. El presidente egipcio se comprometió a supervisar «día a día» el traspaso de poder y prometió que en estos próximos meses modificará cinco artículos de la Constitución. No obstante, aplaza la derogación del 179, el que regula la Ley de Emergencia. Mubarak prometió además perseguir a los responsables de los incidentes violentos, mostró su pesar por «las víctimas inocentes» de las últimas manifestaciones, a los que llegó a calificar de «mártires», y destacó que mantiene su «dignidad intacta» por no haber sucumbido nunca a la presión internacional.
Egipto contenía anoche la respiración con todo el aire de la plaza Tahrir en los pulmones preparándose para gritar victoria en cualquier momento. La victoria sobre Hosni Mubarak. Las expectativas sobre una inminente claudicación del 'rais' y la entrega de su poder al vicepresidente, Omar Suleimán, se disparaban desde media tarde con una súbita cascada de mensajes que anunciaban el triunfo de la revolución. «Los manifestantes han ganado», era la frase definitiva del secretario del gobernante Partido Nacional Democrático (PND), Hasan Badrawi, que difundía la cadena BBC. La televisión británica también trasladaba las palabras del primer ministro, Ahmed Shafik, diciendo que Mubarak «podría» dimitir anoche mismo.
La CIA, a través de su jefe, Leon Panetta, constataba casi simultáneamente una salida inmediata y manifestaba la esperanza de que se facilitara «una transición ordenada dentro del país».
Hubo motivo, sin embargo, para aplacar los arrestos de euforia con los enigmáticos pronunciamientos del Ejército en el fondo y en la forma. En un gesto «completamente irregular» -según fuentes gubernamentales-, el Consejo de las Fuerzas Armadas de Egipto se reunía sin el presidente. Y emitía una notificación con el encabezamiento «Comunicado número 1», que sugería los modos de un golpe de Estado militar. En el texto reiteraban su apoyo «a las legítimas demandas del pueblo» y se declaraban concentrados «en sesión permanente para estudiar las medidas que es posible adoptar para preservar la patria, los logros y las ambiciones del gran pueblo egipcio».
En la plaza de las protestas, en el corazón de El Cairo hirviente de corros, de banderas batiéndose entre vientos de libertad, se rugía: «Civil, no militar. No queremos militar», en un intento por empujar el futuro inmediato del país hacia un traspaso negociado con las fuerzas democráticas y no a la posible ruptura de la legitimidad institucional que supondría el imperio del Ejército.
«En el mejor de los casos -estimaba el experto Anthony Skinner, de la consultora política Maplecroft-, Suleimán se hace cargo y habrá una transición acelerada a la democracia. En el peor, esto se convertirá efectivamente en un golpe militar y, probablemente, no estarán interesados en esa transición democrática». Para otros analistas, esa vía militar acabará creando divisiones en el pueblo y en la oposición para mayor ganancia del futuro estatus.
El ambiente en El Cairo vibraba en oleadas eléctricas. En medio de la multitud, un comandante, Hassan al-Roweni, se dirigió al gentío declarando «todo aquello que queréis será realizado» y pidiendo que se entonara el himno nacional. La respuesta no le dejó terminar: «El pueblo quiere el fin del régimen, el régimen ha caído». «Parece un golpe de Estado militar», insistía en nombre de la mayor fuerza opositora del país, los Hermanos Musulmanes, Essam al-Eiran. «Estamos preocupados y ansiosos», declaraba cuando la tensión irresistible de la tarde daba otra vuelta de tuerca al aparecer unas declaraciones contradictorias del ministro de Información asegurando, de pronto, que nada estaba decidido. Que no había garantía ninguna de la salida de Mubarak, que era mostrado en la televisión estatal sentado tras su despacho, en silencio, acompañado de Suleimán.
Tras dieciséis días seguidos de protestas sin descanso, ayer jueves Egipto era, o el del adiós de Mubarak, o una explosión. Todo hacía prever la segunda alternativa, la de una complicación extrema del escenario social, envenenado ya por la impaciencia y la sensación de engaño. Las graciosas concesiones del régimen desde que arrancaran las revueltas -cambio de Gobierno, comisiones para reformar la Constitución, ofertas de diálogo con algunos, subida de las pensiones- han sido despreciadas en la calle como parches inútiles.