MIRADAS AL ALMA

A Paco Toro

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N o escribiré estas letras para airear esos tópicos típicos tan aberrantes que se suelen escribir ante la marcha eterna de un buen artista. No escribiré tampoco, pegándome golpes huecos de pecho para hablar del hombre que fue, pues aunque lo conocí, no profundicé con su persona salvo en contadas ocasiones. Sí escribiré, pues, del artista, ése que sí conocí, pues siempre me atrajo su nerviosa inquietud y su solemne impronta. Aunque cierto es que, ¿qué es si no el artista sino una prolongación de la persona... del hombre? Así pues, podemos entender que el pincel sólo es una continuidad de la mano del pintor, como es continuidad el capote de las muñecas del torero; se entiende, claro está, que del buen pintor y del buen torero. Paco Toro (nuestro Paco Toro) tenía eso: prolongación de sus propios estados anímicos para crear y expresar en sus lienzos los avatares de su vida misma.

Así pintaba Paco Toro, con la sangre en sus colores, el fuego quemado en su mirada y la angustiosa sombra azabache en sus flamencos trazos. Y es que se pinta como se vive, incluso se pinta como se muere, con ese abandono del alma en cada trazo, con esa búsqueda incesante de lo imposible, con ese saber del saberse sentir, sentido y sabor del pensamiento. Porque los pintores como Paco Toro son seres (pienso) atormentados por su propia creatividad, ésa tan honda que les lleva a nunca estar satisfechos con sus obras por muy sublimes que sean.

Y con todas esas turbulencias del espíritu, Paco nos pintaba esos caballos cartujanos, que son maravilla misma, continuidad vivísima de su muerte, bellísima enjundia de su alma creadora e inquietante. Ahora, guardo con nostalgia aquel monumental cartel de Semana Santa que es el mejor de los carteles que para el Jerez cofrade se haya conseguido. Porque en ese cartel, Paco consiguió captar no sólo a Jerez, sino a su Jerez mismo, con toda la esencia cultural de nuestra tierra. Encierra esa pintura todo el duende liberado de nuestra idiosincrasia. Ese gitano barrio de Santiago echado a la calle en aras de ver a nuestro Padre Jesús del Prendimiento. Las mismas palmas por bulerías recogidas y entregadas como saeta errante por ese arcángel torero de alas de bronce de nuestro incomparable Rafael de Paula, quien parece entregar todo el misterio de su capote en el inconmensurable amor del sufrido Prendimiento, que avanza con dificultad con el tronío de ese chorreante olivo verde rociando el rocío de la madrugada.

¡Cuánto Jerez en tus pinceles, Paco! ¡Cuánta flamencología en tus maneras! ¡Cuánto hechizo encerrado en tus manos atadas a tu pulso! Porque al sentimiento hay que desnudarlo y, si se es capaz, hasta descarnarlo, para dejarlo en sus desnudísimos huesos. Y eso es lo que conseguía Paco Toro en sus pinturas... liberar al sentimiento y descarnarlo, algo que muy pocos artistas consiguen; quizás sólo aquellos que ni saben cómo lo consiguen. Ahora Paco vuelve a pintar con su padre, Fernando Toro, ése que fue por sí sólo mejor que muchos, y nosotros nos quedamos con su obra misma, que no es otra cosa que la continuidad de su muerte misma, ésa que a todos nos ha compungido.

Descanse en paz ese pintor de los caballos flamencos... descanse Paco Toro.