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REPORTAJE

La canción del emigrante

La historia se repite: Alemania busca trabajadores. Miles de gaditanos acudieron a la misma llamada en los años 60

DANIEL PÉREZ ciudadanos@lavozdigital.es
CÁDIZ.Actualizado:

En diciembre de 1963, Antonio Nieto y Rafael Poleo esperaban, muertos de frío, a que el patrón fuera a buscarlos a las puertas de la estación de tren de Colonia, Alemania. Por el andén desfilaban jornaleros andaluces en traje de domingo, la camisa abotonada hasta el cuello, la gorra calada, diciéndose adiós los unos a los otros, en mitad de la niebla. Compartían la misma sensación de desamparo, aunque nadie quería que esa inquietud razonable, ese calambrazo de aprensión, les saltara del estómago a los ojos, y todo eran sonrisas forzadas, bromas y apretones de manos. Para matar el nerviosismo, a los emigrantes les dio por especular con la marca del coche del jefe. Quizá fuera un Opel. Lo mismo hasta les tocaba hacer el paseíto hasta la fábrica en uno de esos Mercedes duros pero elegantes que allí, por lo visto, eran tan comunes como en España los 600. A Antonio Nieto y a Rafael Poleo jamás se les olvidará que fueron a recogerlos con un tractor.

«Nos subimos al remolque, con los bultos encima, y salimos de la ciudad. Yo conocía la nieve, porque dos años antes había estado trabajando en una vaqueriza en Zurich, pero Poleo no, y nos pasamos el viaje sin abrir la boca, sólo mirando el paisaje y pensando que como no llegáramos pronto se nos iban a congelar hasta los sellos del pasaporte».

Antonio Nieto (Puerto Serrano, 1932), guarda en una cajita de zapatos sus recuerdos de 'spanier', de 'trabajador invitado', el memorial de 30 años en Troisdorf, los documentos del consulado, cartas ajadas, billetes de tranvía, resguardos de cambio y algunas fotografías gastadas y amarillentas. Fue uno de los miles de gaditanos que tuvo que buscarse la vida en territorio extraño, aprender otro idioma, cambiar de costumbres, habituarse a vivir con una mujer y dos niñas a miles de kilómetros de sus altibajos cotidianos, sin que la distancia, el desánimo o la soledad le ganaran la partida. Antonio, conviene decirlo pronto, es un superviviente.

¿Por qué se fue? Por lo mismo que Diego Lara o Manuel Carmona; por lo mismo por lo que se llevaron a Francisco Sánchez, con cinco años; por lo mismo, en definitiva, que hizo que dos millones largos de españoles, según los datos del Régimen, arrinconaran el miedo y se subieran al tren de la emigración: porque pensaban, a veces inocentemente, que se merecían un futuro mejor. Medio siglo después, Alemania vuelve a necesitar trabajadores, esta vez cualificados, y Merkel quiere 'pescarlos' en el sur de Europa. Conviene recordarles, a los interesados en secundar la oferta y a los que no, cómo fue la experiencia de los 'pioneros'.

La marcha

Antonio Nieto ganaba 18 pesetas al día como bracero en la Sierra, y en su primeros seis meses en Alemania se sacó 40.000. Manuel Carmona necesitaba un trabajo estable para ayudar a sus padres y a sus cuatro hermanos, uno de ellos enfermo. Pero no era fácil. A partir de 1958 el paro creció en España de forma alarmante, aunque no hay estadísticas que lo confirmen. El gobierno de Franco, para 'acabar' con la crisis, prohibió el pluriempleo y allanó el camino a los que se decidieron a cruzar la frontera. El Estado también necesitaba esas divisas. Así que Antonio y Manuel (Cádiz), hartos de tanta incertidumbre, se dejaron arrastrar por esa marea de 'aventureros' que veía en Europa el paraíso. Las razones de Diego Lara fueron otras. Tenía contrato en Astilleros. Estaba más o menos contento, hasta que a un amigo le estalló una nube de gas cuando pintaba el interior del depósito de un barco, y se abrasó por completo. El capataz le pidió a Diego que ocupara el puesto, y Diego le dijo que ni loco. Se marchó. Aterrizó en Noir, en una fábrica de tornillos.

¿Fue muy duro empezar de nuevo? «Si no sabes el idioma te putean», dice Diego, a las claras. «A mí me llamaban 'zigeuner' (gitano)». «Tienes que aprender rápido», aconseja Manuel. «En cuanto hablas un poquito de alemán, te respetan». Diego cuenta: «Yo iba al supermercado, llenaba el carro y pagaba sin hablar con la cajera. Si hacía falta algo que no estaba a la vista, tenía que hacerme entender por señas. ¡La que había que liar para comprar un pollo!». Se ríe a carcajada limpia. «Ganábamos dinero, sí, pero allí estábamos para ahorrar». Francisco Sánchez apenas se acuerda: «Me metieron en el colegio, y con cinco años uno se adapta a lo que sea».

Antonio Nieto se empleó en una fundición. Cogía piezas de hierro ardiendo, con una horquilla, y las dejaba en una cuba. «Ocho horas. La jornada no duraba más porque acababas deshidratado y con la cara hecha polvo, del calor». Después pasó a otra empresa, del mismo sector. Le tocaron los hornos. «El trabajo era mejor. Entraba a las siete de la mañana y terminaba a las nueve de la noche».

¿Cómo aguantaron? Treinta años Antonio, cincuenta Francisco, diez Diego y siete Manuel. «Por la necesidad. Y por la solidaridad que había entre los propios españoles», explica Manuel. «En las residencias era más fácil, porque vivíamos 30 ó 40, y se hacía piña», opina Diego. Aun así se pasaba mal. «La familia tiraba mucho, y hay quien no lo soportaba ni dos semanas». Diego tenía novia, y en su empeño de mandar dinero a casa no escatimaba en estrategias. «Algunos compañeros insistían en que fuéramos a la casa de 'las señoritas'. Yo aceptaba, si me invitaban. Después me quedaba con los marcos y no subía. Se los giraba a mi madre».

La soledad

El caso de Francisco es especial. Fueron sus padres los que se lo llevaron, siendo un crío, y regresó hace unos años. Dice que no se siente fuera de lugar en Cádiz, pero el idioma le cuesta, y su acento es inconfundible. «Desde siempre he sabido que me tocaría adaptarme allí, y luego readaptarme aquí».

A Rafael Poleo, el mismo tractor que trasladaba a Antonio Nieto cruzando un campo helado, en Troisdorf, cerca de Colonia, lo dejó en una especie de granja. «Yo continué todavía un buen rato subido al remolque, porque nos alojábamos en sitios distintos. A los tres días, la primera vez que me dieron algo de tiempo libre, me acerqué a verlo. Cogí un autobús, andé hasta la casa y pregunté por él. La dueña me señaló al granero». Antes de llamar a la puerta, Antonio quitó el vaho de la ventana con la manga del abrigo y miró dentro. Rafael Poleo, «un tío grandote, altísimo», estaba sentado en la cama, con las manos en las rodillas, mirando al suelo. «Así que empecé a silbar despacito, hasta que se levantó de un salto, abrió de golpe y me dio un abrazo, como si lleváramos años sin vernos. Se puso a llorar allí mismo. Hay que ver, por esa tontería. Por la dichosa canción del emigrante».