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La agonía del mar

JUAN JOSÉ TÉLLEZ
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En otro tiempo, no nos engañemos, habrían ardido los muelles. La flota de cerco de Barbate y la del voraz de Algeciras y Tarifa acaban de atracar a puerto, sin la antigua ayuda que nos llegaba de Europa como una especie de empleo comunitario durante el estiaje de la mar. Ahora, vemos los barcos venir como en aquel viejo cantable de Carlos Cano, sin que parezca inquietarnos la suerte de esas 300 familias barbateñas o casi otro centenar en el Campo de Gibraltar, amarradas a un necesario noray ecológico pero que, sin embargo, delata la precariedad de un mundo, el de la pesca, demasiado medieval para tiempos posmodernos.

Y es que, a bordo, nunca subió el estado del bienestar: el botín se sigue distribuyendo a la parte, como un vasallaje con sabor a brea, porque como bien se sabe donde hay patrón no manda marinero. Los armadores decidirán ahora si enviar a sus tripulantes al paro o acudir al Golfo de Cádiz, quizá sobre explotado, donde acaba de concluir la veda en estos días.

Hay una leve inquietud que se llama Marruecos que recorre las dársenas. Ya nada hay seguro en lugar alguno, y mucho menos sobre la breve cubierta de un palangrero. Y si en las calles, las fábricas y los despachos, la crisis desconcierta las agujas de marear, qué decir de un sector eternamente sometido a tormentas perfectas, desde los rederos a los currantes de la fábrica del frío, desde el paulatino silencio de las lonjas a las humildes procesiones de la Virgen del Carmen, que heredó el trono de Poseidón entre los albertianos pescadores pobres de Cádiz, de ayer y ahora.

Hay un convenio por firmar con Rabat y que vence el próximo 27 de febrero. Diecisiete barcos de Barbate están pendientes de la renovación de dicho documento para prorrogar su licencia internacional de pesca. ¿Qué fue de aquellos días de largas movilizaciones, de cientos de barcos aguardando negociaciones remotas en Madrid o en Bruselas, de manifestaciones terribles y barricadas ardiendo? Poco dinero y menos vocaciones: hubo un momento en que era inútil pelear los cupos, porque faltaban marineros españoles dispuestos a sacarse el rol y a embarcarse a cambio de un escaso salario con billetes mojados de agua salada. Algún día quizá contemos al calor de la lumbre de un chat que hubo una era en la que por nuestros puertos no sólo cruzaban contenedores o turistas de crucero, sino que Luis El Mula peleaba en el mar a brazo limpio con una corvina de un metro y más, o Alfonso Grosso viajaba a poniente desde el Estrecho, donde Rafael Montoya hacía sonar las bocinas de la niebla junto a su amigo El Rasque cuando Joaquín Sorolla pintaba a diario ese cuadro eterno que titulaba 'Y aún dicen que el pescado es caro'.

A lo mejor no es cierto que el mar está muriendo, pero los marineros como sirenas varadas llevan demasiado en agonía. Y es que, como tienen branquias, sencillamente se asfixian en tierra firme.