opinión

Veinticinco abriles

Cuando apagan el ordenador, la pantalla les devuelve una imagen profundamente desconcertada

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Un día apuran las últimas horas en la Universidad y después de recoger la mochila en casa de los padres toman un vuelo barato en dirección a Praga o Londres para celebrarlo. Llevan pendientes, ‘piercings’, aros, tejanos que frotan la rabadilla y una tormenta de hormonas mezclada con el torbellino de las ideas sin decantar. No hay prisa por entrar en el mercado de trabajo. A la vuelta espera un máster o cursos intensivos de inglés. Con suerte, unas prácticas en la empresa de un amigo de papá. Quizás unos meses de becario y un sueldo que alcanza justo para ir de cañas y de rebajas. Manejan prodigiosamente la ley de las descargas en la red, donde acumulan cientos de amigos a los que nunca conocerán. Consumen información a la carta sin pasar por los digitales, devoran series bajadas de madrugada y el móvil es su tesoro más querido. Sueñan con ‘Operación Triunfo’ o con emular a Bill Gates, pero se levantan a la hora de comer. La política les cansa, no esperan nada del Gobierno y menos del Parlamento.

Hace tiempo dejaron en la cuneta las perplejidades de la religión. Rozan los veinticinco. O los treinta. Y están parados y confundidos. Cuando apagan el ordenador la pantalla negra les devuelve una imagen despeinada, irascible, profundamente desconcertada. Las encuestas apuntan que un alto porcentaje no serían partidarios de pagar la jubilación de sus mayores pero el colapso laboral les condena a mendigar una paga mensual del salario familiar. Encadenados a una habitación de adolescentes que no quieren abandonar, la rutina de los masivos envíos de currículum con dirección desconocida va dejando de levantar la mínima esperanza de retorno con un empleo de mileurista. Pero aún confían en la suerte. Creen intensamente que un retoque de belleza artificial o unas prótesis aquí o allá pueden hacer milagros en la jungla de los ‘casting’ para vender hamburguesas o para interino de biblioteca.

Creen en la belleza formal. En la moda, en la ropa, en las marcas. También en que la banda ancha será la autopista que les lleve a su destino. Que les procure el talento necesario para triunfar, para ligar, para soñar. Un día de estos, sin embargo, se despertarán. Romperán amarras con el tinglado mental que les esclaviza a la herencia de ‘Cuéntame’; al guión laboral de sus padres; a esperar inútilmente un empleo de funcionario para toda la vida o un puesto fijo en una multinacional. Es la próxima revolución. Admitirán que la globalización es algo más que un concepto abstracto. Que supone buscar trabajo en Catar y pasar un fin de semana cada seis meses en Madrid. Que el trabajo no viene a buscarte sino que tienes que dejar el barrio, los amigos, el botellón de finde y salir a las aguas turbulentas de la competencia global. Que tu patria estará allí donde tengas familia y trabajo.