En el nombre del padre
González-Sinde entra en el restringido club de los ministros que han bautizado una ley
Actualizado: GuardarHace tres años, Ángeles González-Sinde (Madrid, 1965) habría soltado una buena carcajada si alguien le hubiera profetizado que un día su apellido iba a bautizar una ley. Ángeles, filóloga, escritora de cuentos infantiles, guionista y directora de cine, no tenía entonces intención alguna de ser ministra y ni siquiera mostraba una excesiva vocación política. No militaba en ningún partido y su relevancia pública se limitaba al hecho de presidir, con bastante discreción, la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España.
Desde ese púlpito, en la gala de entrega de los premios Goya de 2009, González-Sinde pronunció un encendido discurso en contra de la piratería digital y en defensa de los derechos de autor. Su perorata la convirtió en el blanco preferido de los improperios de los internautas, pero también le sirvió probablemente para dar el paso más inesperado de su vida: el 7 de abril de 2009, Zapatero la convirtió en ministra de Cultura. Ángeles González-Sinde aceptó y asumió con entusiasmo guerrillero el principal reto de su mandato: luchar contra las descargas indiscriminadas de archivos en internet.
Casi dos años después, tras un tormentoso proceso legislativo y después de aceptar a regañadientes una enmienda de la oposición, Sinde ha conseguido por fin sacar adelante su ley. Una norma que, en el imaginario popular, lleva el apellido de su mentora, pero que ni siquiera es propiamente una ley: hablamos de unos cuantos artículos camuflados dentro de la pomposa y evanescente Ley de Economía Sostenible.
Sin embargo, y por razones de economía lingüística, Sinde se ha convertido ya para siempre en el nombre de un texto legal. La guionista madrileña, seguramente sin pretenderlo, acaba de entrar en un reducido club cuyos miembros más relevantes eran, hasta la fecha,Manuel Fraga, José Luis Corcuera oMiguel Boyer.
Títulos farragosos
Por lo común, las leyes nacen con un título farragoso y trompicado, imposible de memorizar, así que los ciudadanos y los medios de comunicación enseguida buscan atajos más cómodos. En ocasiones, basta con agrupar las iniciales de la norma en cuestión: la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico se quedó en la LOAPA, del mismo modo que la Ley Orgánica de Ordenación General del Sistema Educativo de España ha pasado a los libros de la historia como la LOGSE. En otras ocasiones, la mera indicación del número basta para identificar el texto: como todo opositor sabe, la Ley 30/92 es el imponente y terrible mamotreto que regula el Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común.
En cambio, algunas leyes adoptan el apellido de la persona que las inspiró. Suelen ser textos conflictivos, con mucha contestación social. A veces, como en el caso del Plan Ibarretxe, ni siquiera llegaron a alcanzar poder normativo: el intento de nuevo estatuto político para el País Vasco encalló en el Congreso de los Diputados, pero siempre quedará ligado a la memoria del anterior lehendakari, Juan José Ibarretxe. Mayor poder real tuvo la celebérrima Ley Corcuera, a la que nadie jamás llamó por su verdadero nombre (‘Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana’). El entonces ministro del Interior, José Luis Corcuera, apadrinó en 1992 una norma cuyo artículo más discutido autorizaba a las fuerzas del orden la entrada, sin mandato judicial, en un domicilio en el que sospecharan que podría estar cometiéndose algún delito. Los adversarios políticos de Corcuera se espantaron tanto que acabaron motejándola como ‘la ley de la patada en puerta’.
También el ministro socialista Miguel Boyer cedió su nombre al Real Decreto-Ley 2/1985, que trataba de insuflar un poco de doctrina liberal en los rígidos arrendamientos urbanos. Veinte años antes, en 1966, un joven Manuel Fraga Iribarne, ministro franquista, había firmado una Ley de Prensa e Imprenta que derogaba la anterior, de 1937. La ‘ley Fraga’ trajo un soplo de aire fresco, agradable aunque todavía insuficiente, para un gremio atenazado por la censura y las consignas de la Dictadura.
No obstante, son los titulares de Educación los que más posibilidades han tenido de unir su nombre a una ley. Así sucedió con Claudio Moyano, que en 1857 sentó las bases de la enseñanza española por más de cien años; Manuel de Orovio, que acabó con la libertad de cátedra en 1875; y José Luis Villar Palasí, que en 1970 instauró la Educación General Básica. Todos ellos dan hoy la bienvenida a su nueva colega, Ángeles González-Sinde.