Sobrevivir a internet
DOCTOR EN DERECHO Actualizado: GuardarSi tiene razón Nicholas Carr, nos está pasando algo terrible sin que apenas nos demos cuenta. Dedicamos cada vez más tiempo a Internet, el correo, las redes sociales, los móviles y demás inventos que nos conectan mirando a una pantalla, son muy adictivos y nos cambian, para peor.
Leer un libro o un periódico obliga a concentrarse, permite adecuar el ritmo de la lectura, lleva a reflexionar e imaginar, deja un poso en la memoria. Requiere ciertas condiciones de abstracción y la facilita: podemos leer en ambientes ruidosos o incómodos y hacerlo nos devuelve a la soledad que nos deja pensar. Decidir qué leemos cuando llega la noche es nuestro último -quizá el único- acto de libertad del día. Leer nos tranquiliza, nos descansa como un buen sueño. Nos deja vivir otras vidas, hablar con autores vivos o pasados. Nos lleva a escribir. Nos civiliza.
Leer en internet es otra cosa: recorremos la pantalla con movimientos frenéticos, sopesamos en microsegundos la oferta de páginas nuevas, vídeos, imágenes, un torrente continuo de mensajes y anuncios. Todo es lo último y conspira para distraernos, para desviarnos de nuestro camino si seguíamos alguno. Todos los deseos parecen alcanzables: lograr información que antes nos hubiera costado un viaje, mandar noticias, fotos o cotilleos con facilidad, antes exclusiva del genio de la lámpara.
Pero pagamos un alto precio, porque el bombardeo constante de textos y vínculos, fotos y llamadas, la tentación de comprobar cada minuto si tenemos mensajes nuevos, los avisos de nuevos 'posts' reducen nuestra concentración y nuestra capacidad de analizar lo que leemos a duras penas, como saltamontes: retazos de textos en diagonal (o, más precisamente, trazando una efe), dedicando segundos a lo que en un libro leeríamos con calma y línea tras línea. La competencia entre estímulos desborda nuestra capacidad de memorizar. No es solo que los nuevos medios sean el mensaje, es que condicionan nuestro modo de pensar, trabajar, vivir, porque, como antes otros inventos -el alfabeto, la imprenta, el libro- nos cambian: el sistema nervioso se adapta, establece nuevas conexiones neuronales y abandona las que ya no usamos. Cambia el cerebro, lo que somos. Para peor: el mundo feliz de la electrónica que dice Steiner es más bien otro 'Fahrenheit 457'.
No es para tanto, dirás, amigo lector: internet es un tesoro de información, con millones de libros, radios y periódicos gratis del mundo entero. Nos ayuda a viajar, a saber qué ocurre, piensan o venden en el mundo entero. Nos une a otros con intereses que nos hacían excéntricos. El correo nos ha hecho escribir otra vez, reduce la distancia y la soledad, como 'skype'. Con las redes sociales sabemos cómo se muestran y son valorados quienes se dicen nuestros amigos. Uno y otras son instrumentos eficacísimos de movilización política, que puede acabar con el oligopolio de partidos profesionalizados e impulsar movimientos de oposición con muy pocos medios: lo han demostrado las campañas antiglobalización, Obama, los jueces españoles, que organizaron dos huelgas con el correo corporativo y derribaron a un ministro que no se había percatado de que los tiempos están cambiando.
También nos ayuda a evadirnos del trabajo aburrido, el destino tradicional de los oficinistas. Los de hoy ya no freímos huevos en los cerebros electrónicos, como los personajes de Ibáñez, ni los usamos de almohada, como los de Forges. Nos hemos reconciliado con ellos, porque nos hacen parecer más productivos con la brillantez aparente de los datos pescados en la red y porque gracias a ellos cumplimos nuestros horarios silenciosos, concentrados. en viajar por el mundo, leer seis periódicos al día, escribir a familiares y amigos y soñar que compramos coches, casas y placeres. Todo al alcance de un clic; todo desaparece con otro cuando entra el jefe o el mal compañero. Embebidos en nuestras pantallas, aislados en nuestros mares de información, nos sentimos libres mientras la vida se nos escurre como la arena de un reloj y desaparecen las relaciones personales que la hacían humana.
Y al volver a casa vemos con espanto que nuestros hijos, fascinados por ordenadores, consolas y juegos en línea, son aún más incapaces de concentrarse que nosotros, copian sus trabajos de internet, se informan en la Wikipedia y crecen sin abrir un libro. ¿Cómo van a entender el poder sin haber leído a Maquiavelo; cómo van a ser españoles sin haber leído a Machado; cómo van a ser niños sin haber leído 'La isla del tesoro'? ¿Cómo van a desarrollar la ironía y la reticencia, la paciencia que requieren las pequeñas hazañas de la vida? ¿Cómo van a saber que pueden sobrevivir a un naufragio, conquistar América, armarle Fuenteovejuna a un jefe tirano? ¿Que llegar a los brazos de su Penélope puede costarles una odisea? Después de siglos de civilización -para desarrollar la capacidad de leer y entender, decidir qué fuentes merecen crédito, sopesar los juicios de los demás y hacerlos propios, quizá aportar algo al saber humano- podemos convertirnos en una nueva especie degenerada del 'homo sapiens': el 'homo mus domesticus', que empuña su ratón con los ojos fijos en una pantalla.
Estamos en año nuevo, el momento de los buenos propósitos: pasemos menos horas con el ordenador y más con quien nos quiera; reduzcamos el tiempo de internet, las veces que miramos el correo, los mensajes que contestamos. Huyamos de facebook, twitter, myspace. Dejémonos tiempo para leer como cuando el tiempo era eterno, para nosotros y como ejemplo para nuestros hijos. Despeguémosles de las máquinas, hagamos que lean. No nos dejemos vampirizar cibernéticamente. No sin pelear.