Hay besos furiosos y sedientos, casi dolorosos, que dejan en el alma la marca de un hierro al rojo vivo. Hay besos suaves y delicados como una orquídea, que celebran una amistad sincera, tal vez una pasión templada por los años. Hay besos traidores y mentirosos, que se disfrazan de cariño para camuflar ardides y puñaladas venenosas. Hay besos compasivos, burocráticos, salvajes, despistados, etílicos, profundos, vengativos, protocolarios. Hay besos redondos, que se acaban en sí mismos, y besos introductorios, que se convierten en el prólogo de una fiesta de caricias, abrazos, alaridos y fuegos artificiales. «Pero, al contrario que en la mayoría de las áreas de investigación científica, no existe una taxonomía o clasificación unánimemente aceptada de los diferentes tipos de besos», advierte Sheril Kirshenbaum, bióloga y escritora. «Los científicos no están seguros de por qué besamos. Y eso sucede, en parte, porque aún no hemos definido qué es un beso».
A Sheril Kirshenbaum le propusieron hacer un artículo sobre los besos. Se acercaba el Día de San Valentín y la revista para la que entonces trabajaba le encargó una piecita simpática y no demasiado profunda acerca de esa costumbre tan común entre los humanos. Sheril entregó el reportaje, lo colgó en su blog y en pocos días recibió cientos de respuestas y muchas preguntas. Así que la bióloga comprendió que ahí había materia sobrada para un libro y decidió ampliar sus investigaciones: convocó seminarios, entrevistó a psicólogos, antropólogos y neurocientíficos, buceó en bibliotecas y archivos remotos e incluso realizó experimentos en el laboratorio. Su ensayo, ‘La ciencia de los besos’, se acaba de publicar en Estados Unidos con el subtitulo ‘Lo que nos dicen nuestros labios’.
Los periódicos que han publicado avances del libro, como The New York Post, se han fijado en sus hallazgos más sorprendentes, como, por ejemplo, que la experiencia del primer beso resulta, en la mayoría de los casos, más intensa que la pérdida de la virginidad. «El 90% de las personas es capaz de recordarlo en todos sus detalles», señala Kirshenbaum. También se ha reflejado en los medios con asombro la conducta de los monos bonobos, del Congo, frenéticos besadores, que pueden estar mordisqueándose un cuarto de hora sin apenas descanso.
De la nariz a la boca
Sin embargo, cuando se le pregunta a la propia Sheril Kirshenbaum, la bióloga asegura que quizá la principal novedad de su estudio radica en haber comprobado la respuesta cerebral de hombres y de mujeres ante el beso: «Sometidos los voluntarios a diversas imágenes de parejas besándose, pudimos medir la energía magnética que se producía en sus cerebros. Todos pensábamos que la respuesta de los hombres iba a ser superior..., pero el experimiento arrojó conclusiones muy diferentes».
Los antropólogos suelen señalar que el 90 por ciento de los seres humanos tienen la costumbre de besarse, aunque no necesariamente en los labios. De hecho, según revela Kirshenbaum, los primeros besos humanos nacieron del frotamiento nasal, a la manera de los esquimales. Y no tanto para demostrarse amor como para «reconocer a sus parientes y amigos e incluso para sacar pistas sobre la salud de la persona». El viaje de la nariz a la boca sigue siendo un misterio evolutivo, aunque probablemente haya influido la atracción humana por el color rojo (ya las antiguas egipcias se pintaban los labios) y que ésta sea la zona erógena más expuesta de todo el cuerpo.
Más allá de las curiosidades antropológicas de su estudio, Sheril Kirshenbaum narra en el prefacio los pitorreos que debió afrontar cuando hablaba con otros científicos sobre su materia de estudio. «¿Por qué no?», les contestaba. Por si les quedan dudas, ha decidido encabezar su libro con una cita de Albert Einstein: «Cualquier hombre que puede conducir seguro mientras besa a una bella dama, simplemente no está dando al beso la atención que merece».