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opinión

Felipe de paseo por el huerto

Rafael Martínez-Simancas
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Felipe González acaba de darse cuenta de que la diferencia entre una mala gestión política criticable y un chascarrillo gentil a destiempo es solo una cuestión subjetiva y de que transcurran veinte años. González, ahora redimido de sí mismo, admite que en su época cometió «tropelías» pero que la gente le quiere. Cuidado porque no son reflexiones de una diva del ‘bel canto’, aunque un poco de miopía comparte con María Callas (cuando al final de su carrera le tiraban hortalizas en la Scala de Milán, la pobre pensaba que eran ramos de flores). Es cierto que en la vida uno es mucho más feliz si convierte las coles en rosas, pero no todo el mundo tiene esa extraña capacidad. No son palabras de alguien que se dedicó al espectáculo, salvo que ahora reconozca su verdadera vocación.

A González le invitaron la semana pasada a presentar a la candidata socialista a Málaga y de lo que menos habló fue de la candidata, él donde va lo que hace es colocar su monólogo sin ningún pudor. Puede que haya quien piense que Felipe quiere volver a los tiempos de la pana ahora que estamos ‘de pena’, pero muchos creen que en realidad no se ha terminado de ir nunca porque tampoco tiene claro cuál es su sitio dentro de la política una vez que renunció a ella pero sin poder controlar su impulso de liderazgo caducado. Su manera de dar consejos a Zapatero, a Rajoy, a la derecha y a la izquierda (en realidad dice que le importa un comino quién gobierne), su desdén con la cosa pública que tanto defendió, descoloca. Sería como si un obispo que hubiera perdido la fe se dedicara a dar conferencias hablando de laicismo, chocante cuanto menos.

Lo más probable es que Felipe, por sevillano y pinturero, haya acabado asimilando el papel de El Tenorio. Felipe pasea por el jardín de lo que fue el solar de su casa, aquella que su padre derribó para crear un panteón con los difuntos que el hijo liquidó con la espada. Felipe conversa de manera distendida con las estatuas creyendo que aún tienen vida, y llega a invitar a una cena al comendador don Gonzalo de Ulloa. Se expone Felipe a tener una respuesta muy desagradable porque ‘uno no es de piedra’, y le pueden recordar cómo acabó su mandato y en qué manos dejó al socialismo español, ¡hasta apareció un tipo tan extraño como Borrel, ese candidato de pocas palabras! Va tan ensimismado que igual le da consejos a Europa que receta medidas que él nunca hubiera tomado, ni ahora ni entonces, porque este González va muy suelto de todo, ligero de compromisos. En su paseo por el recuerdo y el delirio no se ha dado cuenta de que quién le ha abierto la verja del jardín, (ahora convertido en camposanto) no es otro que Juan Guerra, aquel que hizo famoso a su hermano.