'IT'S A WONDERFUL LIFE'
El monumento al Bicentenario iba a ser el non plus ultra que iba a revitalizar la zona del muelle, pero, al final, va a ser una cosa cortita, barata e incluso efímera
Actualizado:Hay un tiempo para cada cosa, como dice el Eclesiastés, un libro que no encontrará usted en la lista de los más leídos, ni más comprados, ni más premiados, ni más nada, pero que conviene no perder de vista, sobre todo porque suele tener respuestas para casi todas las preguntas: «No queda el recuerdo de las cosas pasadas, ni quedará el recuerdo de las futuras en aquellos que vendrán después». Vaya. Y nosotros, mientras, dándole vueltas al caldero de la memoria a ver si nos sale la fórmula mágica que nos cure las heridas del futuro. En fin, no iba a hablarle de eso, sino de que hay un tiempo para cada cosa, como dice el Eclesiastés, un tiempo para nacer, un tiempo para morir, un tiempo para plantar y un tiempo para recoger, un tiempo para guardar y un tiempo para gastar, un tiempo para callar y un tiempo para hablar. Ahora, qué le voy a contar, llega el tiempo de la Navidad, justo cuando la ruleta de nuestra fortuna se detiene en las buenas intenciones, en los abrazos, en los regalos, en la familia, en el «I'm telling you why: Santa Claus is coming to town!» -póngale usted la música, que seguro se la sabe, aunque sea en la edulcorada versión de Luis Miguel.
Para eso está hecho el calendario, no se crea. Hay un tiempo para ponerse las pilas y quitarse los kilos, un tiempo para divertirse, un tiempo para descansar, un tiempo para protestar, un tiempo para trabajar -bueno, el que pueda- y un tiempo para abandonarse a la histeria colectiva y compartir algo del espíritu navideño que nos empuja a canturrear que los peces beben y beben y vuelven a beber. Siempre es igual. Nos llenamos de buenos deseos y los lanzamos al mundo con la misma ingenuidad con la que los niños esperan que los camellos no hagan demasiado ruido subiendo por las escaleras del sueño y les dejen todos los regalos que pidieron en sus cartas. Y aunque luego aprendemos -y cómo- la diferencia entre real y virtual, siempre nos queda una rendija por donde se cuela la esperanza y pensamos que no todo tiene por qué ser tan oscuro, que también -y a pesar de todo- estos días pueden ser el mapa de una Wonderful Life.
'It's a Wonderful Life' es el título oficial de la pastelosa '¡Qué bello es vivir!' que tantas veces nos hicieron ver de pequeños y que solo ahora, con la crisis instalada en la mesa camilla, nos resulta demasiado familiar, demasiado cotidiana. Una película que, rodada en 1946, escocía a los espectadores recién salidos de una, de varias, guerras, y acostumbrados a la escasez, a la necesidad, al fracaso y que para nosotros -cuando éramos ricos- no era más que una relamida versión de Dickens, que nos producía ganas de vomitar y de empujar a James Stewart por el puente, las una y mil veces que la vimos. Ahora, las desgracias de George Bailey -el protagonista- no son más que nuestras desgracias y su pueblo Bledforhall, convertido en Poterville por el Mr. Scrooge de turno, no es más que nuestro entorno, un lugar donde no hace falta que vengan ni el fantasma de las navidades pasadas, ni el de las navidades futuras porque a los fantasmas les hemos dado un cargo y ahora son los que nos gobiernan. Dice Griñán que tenemos diez universidades y veinticinco mil investigadores, y que somos líderes en la producción ecológica y en biotecnología y que somos la tercera potencia investigadora del país. No dice que somos la comunidad con mayores índices de desempleo, con peores resultados en educación y tampoco dice que Cáritas se ha convertido en el supermercado más grande de Andalucía. Es lo que tiene saberse el chiste de Jaimito, que uno se opera de cataratas y le dan un papelito que dice «esto le habría costado a usted mil doscientos euros, pero no le cuesta nada, porque somos imparables». Mire qué bien.
Virtual y real, es nuestra seña de identidad, estamos acostumbrados, como si Clarence, el ángel de James Stewart viviera aquí. El monumento al Bicentenario iba a ser el non plus ultra que iba a revitalizar la zona del muelle, iba a ser un revulsivo en la configuración del entorno desde la plaza de Sevilla hasta la de España. pero va a ser una cosa cortita, -incluso efímera, se ha llegado a decir- de escasa complejidad, barato, absurdo y prescindible. Y no uno, sino dos hitos. Total, ya se lo dije, lo del Eclesiastés «No queda el recuerdo de las cosas pasadas en aquellos que vendrán después».
Mientras tanto, olvídese de Roma y de Grecia, del recorte de su paga, de la subida de la luz, de la edad de la jubilación -si es que llegamos-, de lo real y hasta de lo virtual, y déjese contagiar por el virus navideño. Pruebe con volver a ver la película de Capra, o la secuela de Nicholas Cage -la no menos empalagosa The Family Man- y cante que la Virgen se está peinando y que el niño está en la cuna. O si es de los míos, de los que presuntuosamente vamos de políticamente incorrectos, déjese llevar por Mariah Carey -'All I want for Christmas is you'-, llore a moco tendido con Love Actually o ríndase a Chevy Chase, su ¡SOS es Navidad! -que traducido resulta National Lampoon's Christmas Vacations- y todas esas situaciones en las que uno puede reconocerse tantas veces, las luces que se funden, el árbol que no cabe en la casa, el cuñado gorrón, la cena incomestible, el regalo absurdo, las frustraciones, la esperanza de un mundo mejor. Es la Navidad.
Hay un tiempo para cada cosa, lo dice el Eclesiastés. Pero sólo una vez al año es Navidad. Que sea usted muy feliz.