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COMENSALES DE TEMPORADA

MANUEL ALCÁNTARA
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Por estas fechas, cuando falta poco para que «al mundo sea venida la Vida», según el mundo católico, que por cierto solo es una parte del mundo, la gente se infla de comer. Me refiero a quienes pueden hacerlo y comprueban que no sientan tan mal como dicen. Confundimos la teología con la gastronomía, como es habitual en los países que han sufrido un hambre hereditaria y a veces congénita. Los restaurantes están a tope, a pesar de la maldita crisis. Parece como si todos fuéramos controladores aéreos, pero hay que preguntarse si es la llamada 'economía sumergida' la que permite que no nos ahoguemos a pesar de tener el agua al cuello.

Como todo lo que no es biografía participa del plagio, que dijo el penúltimo filósofo griego que nació cerca del Mediterráneo, me permito considerar una experiencia personal. Frecuento un agradable restaurante, que sin ser nada del otro mundo tiene la ventaja pertenecer a este. Se guisa y solo se abusa en el precio en las proporciones admitidas. Pues bien, han tenido la cortesía, que agradezco también en su proporción adecuada, de advertirme que no se me ocurra aparecer por allí estos días porque no hay mesas libres y entre mis muchas manías no está la de comer a pie firme. La vejez entra patas arriba y los años, que aún no han trepado por mi cabeza, empiezan a establecer sus plomizos dominios en las extremidades inferiores. Al tal restaurante acostumbro a ir no menos de dos veces por semana. No podremos hacerlo hasta que los comensales de temporada, que confunden la alegría con los decibelios, se ausenten.

Hay que alegrarse de que haya tantos 'amateurs'. Ojalá se hagan fijos en el inmediato futuro, cuando los precios, prohibitivos para algunos, permisivos para todos. La economía sumergida no moja por igual.