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MAR ADENTRO

La otra muerte de Aurelio Sellé

JUAN JOSÉ TÉLLEZ
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C uenta la leyenda que Aurelio Sellé -El Tuerto para los amigos- murió con la boca abierta. Y cuando fueron a cerrársela sus allegados, José María Pemán les detuvo en seco: «Dejadlo. ¿No véis que está cantándole a Dios?». A lo mejor era así pero, seamos gallegos, a lo peor no. Tal vez simplemente estuviera boquiabierto escuchando cantar -y cómo cantaba- a aquel pijón veinteañero, Enrique El Granaíno, que se había dejado caer por Madrid y que puso mucha atención a cómo él le explicaba las cantiñas, acompasando la voz, como se deja mecer el vapor de El Puerto en las noches de levante en calma, como iba a dejarse mecer en La Caleta muchos años más tarde aquella sirena de La Alhambra que fue Carlos Cano cuando Felipe Campuzano y Fernando Quiñones le echaron las aguas del bautismo de Cádiz. Enrique Morente siempre tuvo un no se qué de nazarí y de genovés, un cante de ida y vuelta entre La Alhambra y La Pepa como otro viceversa de Manuel de Falla. No en balde fue Pericón con el ya centenario Rafael Romero El Gallina quien le metió en el tablao madrileño de Zambra; y Cobitos el Jerezano quien le enseñó los primeros quejíos a su corazón de seise cuando empezaba a ventilárselas en el lado salvaje de la vida a la vista de que no daba para mucho su oficio de aprendiz de zapatero. A más a más, un trianero llamado Pepe de la Matrona le puso en suerte los cantes del jerezano universal don Antonio Chacón, que él bordó en uno de sus primeros discos. La voz de Morente emergía a veces de la guitarra de Manolo Sanlúcar o de Ramón de Algeciras. Su garganta profunda ponía en suerte el enigma de 'Omega' sobre los acordes rockeros de Lagartija Nick y de su bajo algecireño Juan Codorniu. Mucho antes, su compromiso cívico había dado la cara contra toda suerte de dictaduras junto al exilio parisino de Andrés Vázquez de Sola, otro corazón a caballo entre estas bahías y la Sierra Nevada. Había mucho Cádiz en aquel Albaicín de las mil y una armonías con que Morente nos dio el cante durante 67 años y pico, desde la música, valga la redundancia, de Rafael Alberti a los acordes del Himno de Andalucía que le pusieron por delante Isidro Sanlúcar y Manolo Curao. Admiraba a Camarón y a Paco, pero ellos le respetaron también. Era muy de Granada Enrique. Pero todo buen andaluz es de todas partes de Andalucía y, por los vericuetos de Cai, rumbo a Cuba o África, como llamó a uno de sus espectáculos, zarpaba a veces su instinto como un velero. Ojalá, ahora que ha partido la nave que nunca ha de tornar, pluga que nunca sea la del olvido. Ni se convierta su leyenda en uno de esos terribles barcos fantasmas que cruzan, sin pena ni gloria, las páginas de las efemérides. Era un gigante que quizá haya muerto también con la boca abierta. Pero, probablemente y muy al contrario de lo que Pemán pensaba de Aurelio, en esta segunda muerte de El Tuerto, no le estará cantando a Dios sino al libre albedrío de los seres humanos, ese extraño don de la naturaleza que él exprimió hasta su inesperada muerte como aquel olor a mar y brea que muy a menudo llegaba hasta su carmen junto al mirador de San Nicolás.