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De entre los muertos

TEODORO LEÓN GROSS
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Los papeles de Wikileaks le han levantado las alfombras al Gobierno destapándole algunas miserias más allá de lo recomendable. Aun así, tras lo publicado sobre otros países, quizá en Moncloa respiren aliviados al hacer su inventario de daños, persuadidos de que no sufrirán un coste alto por los cables sobre la 'realpolitik' en Sáhara o por los sombríos vuelos de la CIA que traficaban con el derecho internacional de madrugada entre aeródromo y aeródromo. En cambio hay una historia imprevisible que, como delatan sus contradicciones, sí que se les hace incómoda: el caso Couso, aquel cámara de Telecinco alcanzado en la planta 14 del Hotel Palestina como efecto colateral del disparo contra un reportero ucraniano con carné de Reuters. Couso fue uno de los fetiches retóricos de la ofensiva socialista contra el Gobierno Aznar. Y ahora, en una macabra finta como de guión de Hitchcock, les regresa 'de entre los muertos'.

En aquellos días de ruido y furia con el telón de fondo de la guerra de Irak, espoleados por el horizonte de las urnas, el PSOE hablaba abiertamente de «crimen de guerra» invocando el Convenio de Ginebra o el Tribunal Penal Internacional mientras su infantería señalaba a Aznar, al que durante esos meses increpaban en la calle llamándole asesino, como si él hubiese apretado el gatillo del carro Abrams al retratarse en las Azores abrazado por el Comandante en Jefe. La muerte de Couso era pólvora electoral que prendía bien entre la clientela joven. El rostro del cadáver treintañero, a lomos del 'no a la guerra', fue un éxito moral; al menos hasta que los papeles de Wikileaks han destapado que este Gobierno, ya en el poder, se coordinó con EE UU. para que la Fiscalía española abortara el caso. Es una de esas historias que iluminan abruptamente, con efecto flash, el rostro ruin de la política. Y retorna el eco de aquellos días: «merecemos un Gobierno que no nos mienta».

Apenas estrenar el poder, el Partido Socialista conspiró para enterrar el proceso y en la sala de máquinas estaba la vicepresidenta, dos ministros también desaparecidos y la cúpula de la Fiscalía. A estas alturas ya no se trata de dirimir si eso era lo mejor o no, sino el fariseísmo hipócrita de haberse investido la púrpura del poder nutriéndose con necrofilia política de ese muerto que para entonces se sacudían para no tiznarse con la ceniza molesta del reportero destripado como un perro en Bagdad. Ahora la familia se querella contra tanta doblez farsante de quienes llevaban la pegatina de Couso mientras enterraban sus esperanzas. Al final ya no va a bastar con el eslogan del 14-M de 2004 y habrá que imprimir otra nueva versión: «Merecemos un Gobierno que no nos mienta. siempre».