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LITERATURA ENTRE REJAS

Presidiarios de Puerto III se reúnen cada viernes alrededor de una mesa, con un libro entre las manos. En la cárcel se lee para sobrevivir.

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El juez me escribió una carta que decía: ‘Recoja usted sus cosas y abandone el domicilio conyugal’. Lo primero que embalé fueron los libros». José, jerezano de cuarenta y pocos, flaco, serio, canoso, viste pantalones vaqueros y una camiseta verde oliva, estampada con la foto de El Che. Cuenta la anécdota sin orgullo ni vergüenza, como si hablara de la vida de otro. No hay que darle más vueltas. Ocurrió y punto. La verdad es que José hizo algo, o quizá no lo hizo, pero a estas alturas da igual. Para sus compañeros, y hasta cierto punto para él mismo, se trata ya de una cuestión irrelevante. De todas formas, con motivo o sin motivo, está purgando sus culpas en la cárcel. Ahora.

Los viernes hay en Puerto III un trasiego interminable de novias, madres y chiquillos, hermanos y colegas, psicólogos, redentoristas, evangelistas, funcionarios y trabajadores sociales. Unos entran y otros salen. Algunos reclusos tienen permisos de fin de semana y celebran fuera el sol leve de la tarde, la luz que todavía brilla en el capó de los coches. También los hay, más discretos y graves, que vienen de vuelta. Las conversaciones, en el control de Recepción, son un batiburrillo confuso de excusas y alegrías. «Yo te conozco. Tú eres de El Chicle. La hermana del Tori». «Seis meses que se está comiendo. Sin antecedentes». «A mí me quedan dos años». «El Mera está más flaco». «El abogado dice que no». «Me largo a la playa». «Dile al nene que lo quiero... Pero díselo todos los días».

Y así, los perdedores del barrio, gente brava y suburbial, canis de catálogo, devotos de la marginalidad, perdonavidas e inmigrantes, se mezclan con señores que parecen descolocados, con los vecinos de enfrente, tan sensatos y tan formales, con mujeres sobrias, incluso finas, de aspecto cansado, que no levantan la vista del suelo y se despiden de sus hijos con un beso largo, larguísimo, en la frente; se unen todos en el pasillo, los buenos y los malos, los culpables y los inocentes, los presidiarios de carrera y los que aquel día, porque sí, porque les tocaba, porque no había otra, se equivocaron una vez y fue ya para siempre.

Hasta llegar a la sala de lectura en la que José repasa los versos surrealistas de Carlos Edmundo de Ory hay que cruzar nueve puertas. Ninguna de ellas se abre sin que antes se haya cerrado la anterior. El pasadizo y sus compartimentos estancos huelen a plástico y a lejía. Los familiares, los amigos y los presos que regresan del permiso se despiden lentamente de la calle. Una puerta se cierra con un golpe seco. Otra puerta se abre tras el crujido eléctrico del perno. Nueve veces. El primer patio tiene un parterre central, con césped y flores. El segundo es cemento puro. A los laterales hay dos pistas deportivas desiertas, valladas tan alto que parecen jaulas. Es una cárcel que no quiere serlo. Una prisión que aspira a llamarse ‘centro’, ‘taller’, ‘escuela’; un presidio que se esfuerza por parecer otra cosa. Pero luego están las verjas, los torreones, las alarmas, los policías y los funcionarios, y la impresión no aguanta. Se esfuma.

‘La Odisea’ de Katalin

Carmen, Armando y Gustavo, de la Asociación de Personas Lectoras de Cádiz, conocen de sobra el protocolo. Enseñan el carné. Vacían los bolsillos. Saludan a las limpiadoras por su nombre de pila. Acumulan, entre los tres, unos cuantos viernes encima. Desentonan un poco. Por los libros, bien a mano, y por ese aire de ratones de biblioteca, de profesores vocacionales, que de pronto se mueven por los pasillos de Puerto III como si estuvieran en cualquier instituto. De la misma manera que otros entran en la cárcel con sentencias y recursos, ellos llevan bajo el brazo su dosis de terapia: un par de millones de palabras. Medicina contra el desánimo, la angustia o la apatía. Auxilio encuadernado: Literatura.

La mesa de reclusos la preside Katalin, un rumano, alto, rubio y musculoso, de sonrisa ambigua, polito de rayas y corte de pelo inmaculado, como el de esos futbolistas a los que admira. Carmen le ha traído un regalo: ‘La Odisea’, editada en Bucarest. «Venga, lee». Katalin, para compensar el gesto, se atreve con las primeras palabras. Suena lejano, incomprensible para todos los demás, pero Armando lo felicita por el ritmo y la musicalidad. Los compañeros aplauden. El lector da las gracias.

Aisha, veinteañera, holandesa de rasgos árabes, ojos grandes, pómulos marcados, se atreve con un poema de Luis Rosales. Uno que dice que el ayer vendrá de nuevo. «Ya sólo vivo de quererte», recita Aisha, y es inevitable pensar que ese poema tiene dueño. Que no está elegido al azar. Que cobra un sentido distinto, como todo, cuando sale de la boca de alguien que está encerrada a miles de kilómetros de su casa.

Cede el turno a Alberto. Cincuenta y tantos, aún más delgado que José, gafas cuadradas y perilla troskista. «Hoy toca monólogo de ‘El Club de la Comedia’», dice Alberto, veterano de uno de los módulos más conflictivos del penal. Y entonces se lanza, con un deje que recuerda a las comedias folclóricas de los Quintero, a narrar las peripecias de un tipo tan vago tan vago que se limpiaba los dedos en las cajas de las pizzas para no ir a por servilletas. Risas. De Rosales a Emilio Aragón. Sin transición.

A Alberto se le notan las mañas de artista, esa gracia natural, genética, que se macera en las tertulias de los bares, y marca las pausas al final de cada chiste como si en vez de en la cárcel estuviera en un plató de Tele 5. «Es que yo hice teatro. Una vez me llevaron al Cervantes, en Málaga, y cuando me asomé a las tablas y vi el patio de butacas lleno, le dije al educador: ‘Killo, tú verás lo que haces, porque yo ahí no salgo’».

Versos para el soldado

Leen también Lucía (colombiana), Katia (de Bolivia) y Jaquelín, una morena alta, elegante y tímida, que utiliza a Baroja para hablar de calles mojadas, y de cielos plomizos, y de gente que corre al refugio de los soportales, y de tranvías llenos de hombres y de mujeres libres que tienen demasiada prisa como para darse cuenta de que, en realidad, no van a ninguna parte. José Antonio, al relevo, se enreda con los pensamientos de Gandhi. Está rapado al cero, y luce indumentaria militar, con el santo y seña de la división de infantería en la que sirve su hermano. Le falta un dedo. «Estuve en Bosnia, con los paracas. Allí vi de todo. Pero resulta que vuelvo a España y casi me reviento la mano con el fulminante de una granada. Me pidieron que me quedara en el Ejército, pero soy un tío inquieto y decidí largarme. Me equivoqué». Carmen le prestó una vez una antología de Machado. «Tardó en devolvérmela, pero cuando lo hizo me conmovió. Me dijo que le habían gustado tanto algunos poemas que se los había copiado a mano a varios de sus compañeros del pabellón. Se hace raro, ¿verdad? Pensar en un hombre así, ex militar, un tipo duro, copiando en la celda los versos de Machado...». José Antonio ha elegido un párrafo rotundo, que quizá encierre para él alguna clave especial. Un texto que cuenta que un hombre sin su palabra no es nada, y que los héroes son, sobre todo, un ejemplo de coherencia, por lo menos un instante, en ese segundo definitivo que los encumbra y los redime.

Como sólo faltan diez minutos para que el timbre rompa la magia, los presidiarios de Puerto III aceptan un paréntesis de tertulia. Habla Jaquelín: «Hubo un momento en el que me di cuenta de que, aquí dentro, o me buscaba una forma de evadirme o me volvía loca». Los demás argumentan variaciones sobre la misma idea. Se trata, al fin y al cabo, de huir, lo más lejos posible, sin salir de la cárcel.

El reloj marca las siete, y Carmen, Armando y Gustavo, los voluntarios de la asociación, dan por terminada la hora. Los ‘alumnos’ del taller de lectura salen al pasillo. Hay tiempo, todavía, para alguna confidencia privada entre ellos y ellas. La funcionaria ordena a las mujeres que pasen al pabellón. Los chicos las despiden hasta que se cierra la puerta. Clonc.

La sala enmudece. Tres grandes escritores miran al vacío desde sus retratos, pegados con fixo a la pared. También queda allí un estante alto, absurdamente inalcanzable. Es el último anaquel, antes de tocar el techo. Aguanta la bola del mundo.