Lugares de cultura
Al lado de tanto museíto comarcal, Chillida Leku parece un modelo de rentabilidad
Actualizado: GuardarUn día de verano, en ese remanso de paz que es Chillida Leku –una especie de traducción libre al euskera del ‘locus amoenus’ horaciano– hablábamos de lo complicado de mantener establecimientos de este tipo a base de recursos privados. Nadie imaginaba entonces que llegaría tan pronto la noticia de su cierre por falta de medios. Ha escrito Bernardo Atxaga que no hay que culpar a nadie, excepto a los tiempos que corren: una época poco dada a aventuras del espíritu y a empresas quijotescas. Sin embargo habría que pararse un instante a pensar en la inmensa cantidad de museítos comarcales o de villorrio, casas de cultura sobredimensionadas, bibliotecas, ludotecas y mediatecas construidas con materiales fantásticos importados de ultramar y auditorios fastuosos que pueblan el país sin que sus escuálidas programaciones ni el escaso número de visitantes o de usuarios justifiquen en modo alguno su existencia. A su lado, el deficitario museo de Eduardo Chillida parece un modelo de rentabilidad. La diferencia reside en que, mientras aquéllos se sostienen con pólvora del rey, éste tiene que salir adelante con sus propios medios. Un liberal hablaría de competencia desleal de los centros públicos sobre los privados. Hay algo más: la herencia de una indiscriminada fiebre constructiva desatada en los años de pujanza, paralela a la burbuja inmobiliaria de cuyas consecuencias tanto sabemos.
Sé que no es estético criticar la creación de instituciones culturales, blindadas con el argumento de lo intocable. Desde luego, en la lista de gastos injustificados estarían detrás de los destinados a armamento, a cuchipandas oficiales y a viajes de funcionarios al extranjero, entre otros despilfarros tan excesivos como frecuentes. Pero ahí acaba la coartada y empieza la obligación de explicar por qué cada pueblo y cada barrio han adquirido la mala costumbre de rivalizar con el vecino a base de restregarle por la cara unas dotaciones culturales más grandes y mejor dotadas, sin preocuparse demasiado por llenarlas una vez conseguidas. Mientras Chillida Leku agoniza de inanición, hemos podido ver a unos títeres de cachiporra, idénticos a los que antaño nos entretenían la merienda en la plaza a la sombra de los árboles, representando su función bajo los focos de un teatro municipal equipado para representaciones de ópera. Y una exposición de cacerolas y otros útiles de cocina rural ocupando una sala donde cabrían decenas de cuadros de Rothko. Y una biblioteca cuya zona de prensa ha ido ganado terreno a la de lectura de libros hasta dejarla en nada. Y una cofradía gastronómica local reunida en una sala capaz de albergar con holgura un plenario de la RAE o la entrega de los Nobel. Todo gratis, por supuesto. Así se ha zanjado el debate que hace unas décadas nos entretenía en torno a qué es cultura. Como ganó la respuesta laxa, elástica, generosa y tal vez demagógica, empezamos a ver el resultado.