El espíritu de la Constitución
Actualizado:El día de la Constitución, como de costumbre, se ha liquidado sin una idea sobre la Constitución. Va de suyo que en cualquier democracia madura lo normal es hacer celebraciones constitucionales estrictamente solemnes, con un plus de pompa hueca bajo un protocolo sin sobresaltos; pero España, como se lee en los papeles de Wikileaks, es una ‘democracia inmadura’ con suficientes costuras blandas, apenas pespunteadas, como para precipitarse a cincelar ya en mármol el texto de 1978. Al final, sin embargo, se ha renunciado al pensamiento crítico con la coartada complaciente del éxito de la Transición. Ni siquiera se le ha dedicado un minuto a las ideas remitidas por cien líderes españoles al Rey, algunas ya muy arraigadas en la opinión pública: repensar este modelo de Estado insostenible, con solapamientos administrativos hasta el disparate; recuperar a la sociedad civil en ámbitos colapsados por la partitocracia; hacer políticas educativas y energéticas de Estado, sin cambiar de rumbo cada cuatro años; y así hasta plantear otro modelo productivo sobre la competitividad y la innovación, o la reforma de la Ley Electoral y la Ley de Huelga anacrónica. Hay de lo que hablar. Pero ante eso, cada vez más silencio.
Ni la frivolidad con que la izquierda ha coqueteado con alguna reforma constitucional sin asumir el requisito del consenso ni el inmanentismo a menudo cerril con que la derecha se ha negado a tocar una letra de la Carta Magna, inspiran demasiada confianza. Esas actitudes van a contracorriente del ‘patriotismo constitucional’, aquel concepto de Dolf Sternberger y Jürgen Habermas que en definitiva sostenía que el patriotismo no está en las banderas o los himnos, en los iconos étnicos o los hitos totémicos de la Historia, sino en los grandes valores democráticos de la Constitución. Esos valores son los que dan identidad, cohesión social y voluntad colectiva de progreso. Pero en España, desde 1978 hasta aquí, precisamente lo que se ha perdido en mayor medida son los valores constitucionales del consenso tolerante con los que se encontraron puntos de entendimiento tras décadas de ruptura social.
A estas alturas el problema ya no es encontrar consensos para reformar la Constitución, sino encontrar simplemente consensos. Los grandes partidos cada vez más sectarios han renunciado a las políticas de Estado, y las estrategias nacionalistas son dinamiteras. Hace tres décadas, hubo suficiente generosidad para desmontar la herrumbrosa maquinaria del franquismo; y ahora ya no queda ni para consensuar una ley menor. Dadas las circunstancias, casi parece lógico celebrar el día de la Constitución con una velada insustancial para no tener que mirarse al espejo incómodo de esta realidad.