El sueño ibérico
En el siglo XIX ya se agitó un iberismo cultural como antesala del movimiento político
Actualizado:No se recuerda la última vez que España y Portugal habían acariciado un sueño en común. Un objetivo, una ilusión compartida. Siempre tan cerca y tan lejos; siempre soberbios o acomplejados al 50%. Aunque lusos e hispanos nos liberamos de la dictadura en las mismas calendas, ingresamos en Europa el mismo día y compartimos ríos, valles y mares; desde aquella breve unión ibérica entre 1580 y 1640 ambos reinos siempre se dieron la espalda en lugar de la mano. Ahora que el 40% de los portugueses se declaban partidarios de la unión con España y que la experiencia de organizar un Mundial de fútbol podía haber incorporado a otros muchos a la vieja aspiración de la unión ibérica, el sueño parece alejarse otra vez en la corriente de la historia. Iberistas convencidos como Menéndez Pelayo, Sixto Cámara, Unamuno, Pi i Maragall o Dámaso Alonso nunca vieron la inédita imagen de españoles y lusos uniendo sus manos en la misma quimera. Sin embargo, en los actuales tiempos de convulsión, de escalofrío ante el porvenir incierto, el proyecto de imaginar una reunificación ibérica a la alemana o como en el 'Risurgimento' italiano podría inocular en el alma de los dos pueblos un potente carburante para avanzar en la conquista de un ensueño histórico.
La Iberia de los griegos o la Península Hispánica de Dámaso Alonso reuniría una población de cerca de sesenta millones similar a la de Francia, compartirían el nombre de la linea aérea de bandera (del cerdo y del lince). Dos potentes capitales y un eje desde el Mediterráneo de Barcelona hasta el Atlántico imbatible en Europa. La fusión de los lazos coloniales engrasados con Brasil, India, Indonesia, Africa occidental junto a toda Latinomérica convertiría el nuevo foco peninsular en una potencia diplomática y mercantil a escala global. ¿Y el fútbol? Una Liga con el Benfica, el Sporting de Lisboa, el Barça y el Real Madrid llegaría a millones de espectadores despertando pasiones y caudales.
En el siglo XIX ya se agitó un iberismo cultural como antesala del movimiento político y hasta hubo un proyecto de bandera unitaria con los colores blanco, azul, rojo y amarillo. Pero el problema no es de banderas, ni colores; es de audacia, de corazón. Eso por un lado. Por otro, la carcoma del localismo, el apego a las líneas divisorias, a las mugas que marcan la linde de lo mío y lo tuyo, las baronías que temen la competencia, que temen diluir sus míseras herencias en un torrente nuevo, renovador, moderno y venidero. Y a no olvidar los obstáculos internacionales. Durante la dolorosa implosión de los Balcanes, durante la furia de croatas y serbios, una de la paradojas más visibles resultaba ser el gran impulso desde Alemania a los procesos separadores de otros mientras gastaba marcos a paletadas en el carísimo empeño de lograr su propia reunificación.