huelga encubierta

Indignidad en un país en crisis

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Aún no está claro si hubo o no consignas disolventes que generaron el viernes la huida masiva de los controladores de sus puestos de trabajo, en una señaladísima fecha de comienzo del puente festivo más largo del año, en que los aeropuertos estaban repletos de gente que había logrado sortear la crisis y proporcionarse unos días de evasión y descanso. De cualquier modo, aquella arrebatada ausencia, respuesta inefable a una decisión gubernamental que consolidaba la nueva normativa que entró en vigor en abril y que imponía al colectivo unas condiciones de trabajo realistas, admite pocas dudas a la hora de una valoración: revela una extraordinaria bajeza moral, una total ignorancia de los intereses generales a que una profesión tan específica debe servir, un indignante egoísmo que ha terminado de romper cualquier atisbo de comprensión que la opinión pública pudiese aún alentar hacia estos profesionales que, tras descubrir que su capacidad de presión era casi infinita, han intentado conseguir la luna. Y ello, con una precisión: si fuera cierto que la zozobra profesional de los últimos meses ha mermado la resistencia física de estas personas, habría que llegar de inmediato a la conclusión de que no fue eficaz el proceso de selección que les permitió la habilitación profesional: para ejercer de controlador hacen falta unos nervios templados y un gran equilibrio personal.

Es muy probable que a última hora el asunto se les haya ido de las manos a los sindicalistas de USCA; la cara de perplejidad y la aparentemente sincera consternación de algunos de ellos sugiere que el monstruo se ha hecho mayor y se ha emancipado fuera de todo control. Pero estos matices psicológicos no tienen importancia a estas alturas: una vez consumado el último desmán, desenlace brutal del sinvivir en que estos individuos nos han mantenido a todos durante años, el problema ya no tiene solución. Y como todo está ya inventado, habrá que apelar probablemente al precedente norteamericano: el 3 de agosto de 1981, más de 13.000 controladores de los Estados Unidos, de un total de 17.500, se pusieron en huelga para reclamar una subida de sueldo, mejoras técnicas en las torres, jornadas laborales más cortas y acordes al estrés de la profesión y el derecho a una pensión completa tras veinte años de trabajo. El presidente Reagan, que había tomado posesión del cargo apenas siete meses antes y convalecía de un intento de asesinato, les dio 48 horas para volver a sus puestos. No lo hicieron, así que Reagan despidió, sin pestañear, a 11.000 de ellos.

Es evidente que éste es un Estado de Derecho, en el que no cabe la menor arbitrariedad por parte del Estado, que en este caso es el empleador de los controladores. Sin embargo, es claro que la legalidad vigente ofrece mecanismos más que suficientes para reprimir un desmán que lesiona gravemente a la sociedad. La militarización ha sido un paso, cuyo siguiente escalón es la declaración del 'estado de alarma'. De cualquier modo, no es razonable imaginar que, cuando cese el desorden y los controladores se apresten a regresar al redil, puedan ser recibidos con los brazos abiertos: tras las medidas ya adoptadas por Fomento a lo largo del año, hay que proseguir en la implementación de un cambio radical de modelo. La ya decidida privatización de la gestión de los principales aeropuertos abre paso a un sistema también privado de control, en el que concurran diferentes empresas capaces de competir entre sí, poniéndose fin al destructivo monopolio actual del colectivo que ha perdido los nervios y el sentido de la orientación.

Es muy legítimo el debate sobre las responsabilidades políticas que se derivan de lo ocurrido. A fin de cuentas, el sistema de control aéreo civil depende del Ministerio de Fomento, y este Departamento habrá de asumir el desgaste producido por estos desastrosos incidentes. Lo cierto es que el ministro José Blanco ha sido el primero que ha planteado cara a los intolerables privilegios del colectivo y quien ha inspirado la nueva normativa, más racional y ajustada al contexto europeo, que los afectados no han querido aceptar. Es posible que esta puesta en vereda de los controladores se hubiese podido hacer mejor, como lo es asimismo que hubiera podido preverse y/o aplazarse este destructivo desenlace pero, aunque el debate político es tan inevitable como saludable, no debemos equivocar el objetivo: el absceso maligno del control aéreo debía ser saneado antes o después, y ese daño psicológico y material que se está causando al país, a un país todavía anonadado por la crisis y asustado por la envergadura del desempleo, sólo tiene unos verdaderos padres, que merecen hoy la reprobación general.