Valdelagrana es uno de los focos más importantes de prostitución callejera de la Bahía. :: ANTONIO VÁZQUEZ
EL PUERTO

«En vez de multarnos tendrían que dejarnos un lugar donde trabajar»

Las prostitutas del Cuvillo critican la nueva ordenanza que pretende multarlas con 3.000 euros y dicen que cambiarán a otro sitio

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Jasmine se ríe divertida al escuchar la noticia. «¿Tres mil euros? ¿Y de dónde saco yo ese dinero?». Tiene 32 años y sobrevive trabajando como prostituta para ayudar a su madre y sus tres hermanos que se quedaron en Sudáfrica, junto a tantas otras cosas. De allí se vino hace dos años. Y desde hace seis meses ejerce el oficio más antiguo del mundo en El Puerto.

«Si no trabajo en esto, no puedo seguir aquí. No encuentro nada más. Y tengo que ayudar a mi familia». Jasmine dicta esta frase como una sentencia firme, contra la que no cabe recurso alguno. Por eso la noticia de que tendría que pagar 3.000 euros al Ayuntamiento portuense si la pillan en pleno servicio con un cliente, le suena a chiste. Pero no hay en su risa ni rastro de insolencia o despotismo. Y sin dudarlo ofrece el refugio de su paraguas. No le importa hablar.

Pagar impuestos y cotizar

«Lo que tendrían que hacer es ponernos un lugar donde trabajar; una casa, un sitio donde estemos bien. Y pagar nuestros impuestos como todos y cotizar». La lluvia arrecia por momentos, pero no lo suficiente como para aplazar el trabajo. Ni siquiera para desafiar a Jasmine y sus compañeras a buscar refugio lejos de la estrecha carretera que circunda el estadio del Cuvillo. Este es el territorio de las prostitutas extranjeras y los transexuales. «Aquí estamos tranquilas y no molestamos a nadie. No pasan niños. Pero tendremos que cambiar de sitio».

Cuando la nueva normativa municipal entre en vigor, no podrán ofrecer sus servicios sexuales a menos de 200 metros de los centros escolares. Es más, ni siquiera podrán contactar con sus clientes en la vía pública porque la ordenanza prohíbe el ofrecimiento o negociación de actividad sexual. Por tanto, se verán obligadas a abandonar su trinchera. Pero el reclamo, lejos de desaparecer, se desplazará hacia otro lugar donde los centenares de hombres que requieren sus servicios seguirán acudiendo a diario. «Pero ahora la cosa está floja».

Jasmine y sus compañeras lucen la estética propia del oficio. La licra manda, pero no tanto como para pasar frío. Así combinan las medias y los irrenunciables 'shorts' con jerseys de cuello alto y chalecos de plumas. Nuestra chica, que ha recogido su melena oscura en una coleta, se mete las manos en los bolsillos con aire resuelto. Quizá se sienta resignada porque sabe que jamás podría pagar multas por ejercer un trabajo que no puede abandonar. Y quizá esa certeza la vuelva invulnerable.

Y esta tarde, ni los nubarrones, ni la mala noticia, ni su propio drama personal logran borrar la sonrisa de sus labios que, extrañamente finos para su raza, lucen un suave tono chocolate con su toque de brillo. Los ojos, perfectamente delineados se distraen en el horizonte. Su móvil suena. «¿Te están vigilando?». Con el ceño fruncido niega con la cabeza. Después de todo, Jasmine y sus compañeras son afortunadas. No tienen chulo que las controle y trabajan cuando quieren. «Cuando lo necesitamos». Ella también elige cómo y cuándo cobra. Y por eso decide regalarnos el tiempo de esta entrevista.