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El iceberg de silencio

El dulce hogar familiar es también el escenario de los terrores más prolongados e impunes

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Esto fue hace unos cinco años. Pero nunca lo olvidaré. Se trataba de una pareja de clase bien. Ya me entienden. Gente con dinero. Gente de lo más formal. Muy religiosos. Vivían en la mejor zona de la ciudad. Y ofrecían una imagen excelente en todos los sentidos. Educados, amables. Ella siempre muy bien vestida. Con sus joyas y peinada de peluquería. Y él también: tenía un alto cargo en algún ministerio, buen aspecto, serio y cordial a la vez. Tuvieron cuatro hijos y después nietos. Y luego él murió. Y el día del entierro, ella se derrumbó. No pudo soportar más. No permitió que nadie le diera el pésame ni la acompañara en el sentimiento. Dijo que toda su vida junto a ese hombre había sido un suplicio. Los que la oyeron se quedaron de piedra. Dijo que no había pasado un solo día sin que la hubiera humillado, insultado, golpeado o hecho sufrir físicamente de alguna silenciosa manera, y después, por la noche, impedido dormir. Esta mujer no fue asesinada, de acuerdo. Tampoco recibió nunca una paliza demasiado brutal: una de esas palizas que te mandan directamente al hospital, y tras las que ya no hay retorno posible porque descubren el drama ante la familia y ante todo el vecindario. No. Esta mujer vivió toda su vida con un torturador cuidadoso y sistemático. Que sabía donde podía golpear o pinchar o pellizcar, y dónde no debía hacerlo. Vivió aterrorizada y a la vez fingiendo ante todo el mundo que su matrimonio era perfecto. Nunca le enseñó sus heridas al médico. Ni a la Policía. Nunca dijo nada. ¿Se lo imaginan?

Ahora los medios se encargan de realizar un registro público de todas las mujeres asesinadas por la llamada violencia de género. Como saben de sobra, en España llevamos más de 60 en lo que va de año. Y las denuncias por malos tratos suelen rondar las 100.000 anuales. Uno piensa, los ves por la calle, paseando aparentemente tan felices, y luego resulta que al llegar a casa y cerrar la puerta la convivencia se convierte en un infierno. Ese espacio privado, lo que llamamos el dulce hogar familiar, el ámbito de la intimidad y del amor, es también el escenario de las tragedias más espantosas y calladas, y de los tormentos, violaciones y terrores más prolongados e impunes.

Conocemos el número de las denuncias (de las que después, por indefensión, por miedo o por falta de recursos, son retiradas casi la mitad). Pero no podemos conocer el número de los malos tratos que no salen a la luz. La verdadera magnitud de ese iceberg de silencio. Me pregunto, si por casualidad me leyera alguno de esos maltratadores sibilinos a los que nadie descubre, ¿qué le diría desde aquí? Y en fin, no le insultaría, ¿para qué? Solo le diría que intentara mirar dentro de sí. Y que pensara en darse a sí mismo la oportunidad de dejar de ser un miserable, si aún puede hacerlo.