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Los Robin Hoods 'made in Spain'
Los escritores románticos del XIX convirtieron en leyenda a unos ladrones que, por regla general, se habían emboscado para escapar
CÁDIZ Actualizado: GuardarEscribió Pérez Galdós que sólo un gramo de moral distingue al guerrillero del bandolero. Cuando en el siglo XIX los viajeros franceses se aventuraron a recorrer una tierra que consideraban más el Norte de África que el Sur de Europa, la España de sus crónicas era siempre un país atrasado e inculto, resignado y hambriento, destruido por gobiernos torpes que azuzaban el fanatismo y la pereza. Sin embargo, quizá para darle algo de colorido al tema, escritores como Chateaubriand o Mérimée la adornaron con el cliché del ‘bandolero justo’, una especie de salteador de caminos que robaba a los ricos para dárselo a los pobres y que, además, era bruto, galante, rústico y educado. La imaginación de los lectores hizo el resto y se elevó a la categoría de ídolos a quienes, en su mayoría, no eran más que bandidos arrinconados por la miseria o prófugos que pena-ban algún sangriento traspiés.
José María Hinojosa, por ejemplo, alias El Tempranillo, era un capataz cordobés que zanjó con un navajazo en la tripa una disputa de faldas. En la serranía de Ronda y Cádiz armó una partida de 50 hombres. Harto de apuntarse muertes en la conciencia, negoció un indulto con la autoridad. Se le perdonarían sus delitos si aceptaba dirigir el llamado Escuadrón del Rey, destinado a cazar a sus antiguos compañeros de fechorías. En esas estaba cuando El Barberillo, un cuatrero celoso de su fama, le sajó el cuello por detrás, en las caballerías de una venta. A otro clásico, el Tragabuches, también se le acumularon las desgracias. Ejercía de torero, pero una caída del caballo le destrozó el costillar y la carrera. Volvió a casa para replantearse el futuro y se topó a su esposa retozando con el sacristán de la Iglesia Mayor. Lo degolló sin miramientos y metió su cabeza en una tinaja de salmuera. A la mujer la arrojó por el balcón. La rabia lo convirtió en un bandido sanguinario, capaz de incendiar un cortijo para robar comida. Se le atribuyen medio centenar de víctimas mortales. La lista la completan el madrileño Luis Candelas, El Cristo, El Pernales, El Cojo, o El Vivillo, un ladrón ilustrado que escribió sus memorias completas antes de suicidarse. Cinco entre miles. Las obras del XIX, las novelas picarescas, las jácaras y los ‘romances de guapos’ obviaban interesadamente las partes más escabrosas de sus biografías. Todos eran justos, valientes y poetas. Al fin y al cabo, como dejó dicho Espronceda, «cada tiempo precisa de sus héroes».